García Márquez: de cabo a Gabo

El 17 de abril se cumple una década del fallecimiento del Nobel, capaz de dar forma a un globo terráqueo de papel bajo el nublado sol de Macondo

Por muy poco tiempo, Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1927-Ciudad de México, 2014) no alcanzó la edad del anónimo y entusiasta protagonista de su última novela publicada en vida, Memoria de mis putas tristes (2004). Ni a secundarlo, por tanto, en pergeñar su fantasioso plan: «El año de mis 90 años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen...». Una añagaza, en realidad, para que mordamos el anzuelo de la auténtica aspiración de la trama: «[Acariciaba] la idea complaciente de que la vida no fuera algo que transcurre como el río revuelto de Heráclito, sino una ocasión única de voltearse en la parrilla y seguir asándose del otro costado por 90 años más». Todo un epitafio de vitalidad, 20 años después de publicada y a 10 de su muerte, este 17 de abril, rubricado por En agosto nos vemos, cuya protagonista, Ana Magdalena, lleva, por cierto, el nombre del río más grande de Colombia, tan determinante en El amor en los tiempos del cólera y El general en su laberinto.

Detrás de su emblema de «Muchos años después…», el tiempo es el más certero espacio gabiano, que se mueve al ritmo circular de sus narraciones, hasta que, de pronto, ¡zas!, aparece, como un aldabonazo sensorial, ese instante único que lo ordena todo: «Sólo entonces». Sólo ahora sabemos que la circularidad ha trascendido cada uno de sus relato, para componer, entre todos, un globo terráqueo de papel, bajo el nublado sol de Macondo.

Hombre simétrico, como el acordeón que tocaba y las enciclopedias que vendía, durante su juventud, en Valledupar y la Ciénaga (el corazón de Macondo, que abarca el Caribe colombiano, desde Cartagena de Indias hasta Ríohacha, siempre por dentro del litoral), el autor de Cien años de soledad dedicó 50 a su ingente labor periodística (1948-1998) y otros 50 a la narrativa (1955-2004), hasta que, después de sus memorias, Vivir para contarla (2002) y de Memoria de..., cayó en la enfermedad del olvido.

Las preguntas son, entonces, ¿cómo se las compondría para lograr tan impecable ingeniería novelística, siendo el cronista mundano y rumbero –«nos bebíamos hasta el alcohol de las lámparas»– que refleja ser en su autobiografía? ¿Por qué la evidente contención de escritura notarial de esta última, frente a su notoria actividad política y social de altísimo nivel? ¿Cómo tanta ubicuidad con un silencio mediático como el de J. D. Salinger?... Animado por despejar ciertas contradicciones enigmáticas de su figura, le pregunté, a bocajarro, a su biógrafo inglés, Gerald Martin, en Cartagena de Indias, unos meses antes de la muerte del escritor:

– ¿Gabo es un hombre frío?

– ¡Para nada! Yo también tenía ese prejuicio, pero es un mamagallista, cachondo y sentimental; una persona accesible y afable, y uno de los escritores menos pretenciosos que haya conocido. Sí tiene una inteligencia fría, para componer su mundo narrativo y para apartarse, pues está muy escaldado de que siempre se le reclame con fórmulas manidas. Y, desde luego, es mucho más autobiográfico en sus ficciones que en sus memorias. Eso recalcó el autor de Gabriel García Márquez: una vida (2009), única biografía autorizada del premio Nobel.

En su medio siglo de narrativa, a partir de La hojarasca (1955), cada nuevo relato de García Márquez es un zoom, un refractor o una lupa, sobre algún fragmento o personaje anterior. Sus narraciones componen un palimpsesto, con los dos compactos y simétricos baluartes: Cien años de soledad (1967) y El amor en los tiempos del cólera (1985). Al igual que el gitano Melquíades, en la fundación misma de Macondo, el narrador omnisciente es «corpulento» pero opera con «manos de gorrión». Ambos desaparecen y reaparecen, mueren e imaginariamente resucitan, en una custodia compartida del panóptico de la Ciénaga.

Con el potente imán, García Márquez prende sus fijaciones anteriores: ciertas claves, por ejemplo, de La hojarasca, como el esqueleto de las tres generaciones desamparadas –que en Cien años… se duplicarán, hasta seis eslabones de Buendía– y el embrión, sobre todo, de su caro tema de la muerte como fácil puerta corredera de la vida. Y atrae, también, con ironía estoica, la heroica dignidad frente a la pobreza, y el orgullo, en fin, ante la fatalidad de la existencia, del anciano matrimonio, en El coronel no tiene quien le escriba (1961): «Nosotros ponemos el hambre para que coman los otros».

En su discurso del Premio Nobel, en 1982, refiriéndose a las chocantes descripciones de las Indias de los colonizadores, Gabo definió: «Es la crónica rigurosa que, sin embargo, parece una aventura de la imaginación». Una buena pista para entrarle al recurrente doble fondo de las valijas de sus propias narraciones. A ese hilo que se desdobla, sutilmente, entre la «racionalidad técnica», de una pulcritud casi quirúrgica (con cierta mirada de extranjero en la propia tierra, cómplice con el lector) y la «irracionalidad del mito» (la amalgama caribeña hablando por sí sola, dentro del cubil de su fatalidad, con solidaria empatía). No «una aventura de la imaginación», sino «la crónica rigurosa» de su entorno; una apertura de compuertas, consciente de que lo auténticamente universal es lo local sin paredes.

Por eso, aborrecía hasta la extenuación que le endilgaran el rótulo de realismo mágico, la primera pregunta con que solían acorralarle los «paparazis de la literatura». Antes bien, bajo su realismo en espiral, el hechizo procede (al fondo, William Faulkner o Virginia Woolf) de la encarnación de la conciencia, y de una prosa musical con métrica de orfebre, que, como ha reconocido, proviene de Rubén Darío («lo leí a los 10 años»). El encantamiento incluye que sus narraciones sean, al mismo tiempo, la partera y la parturienta del relato (el narrador/lector como recién nacido). Se trata, en realidad, de un maestro del «paralaje», como lo define Juan Villoro: una «lógica del desfase», esto es, «cuando el observador se desplaza, el horizonte se modifica».

Lo reconfirma de viva voz Gerald Martin: «Esa etiqueta del realismo-mágico es una forma de ahorrarnos la complejidad de su discurso, y abordarlo como turistas literarios por divertidos parajes exóticos», subraya. Por debajo de su enaltecimiento del alma caribeña, prevalece su denuncia del inmovilismo social y la superchería del poder que la sustenta. Lo importante son las múltiples genealogías de sus relatos, de tal suerte que, muchas veces, la irracionalidad y la barbarie se encuentran en el racionalismo occidental -representado, en su entorno, por Bogotá- mientras que en lo periférico -el Caribe, con su irracionalidad aparente- se hallaría la civilización residual».

Concuerda con el análisis de Antonio Benítez Rojo, a propósito de una de sus novelas más simbólicas: que «la cándida Eréndira» es Latinoamérica y «su abuela desalmada», la vieja Europa colonizadora.

Basta un garbeo a las puertas del casco histórico de Cartagena para apreciar cómo la observación prima en García Márquez sobre lo que «parece una aventura de la imaginación». Al fondo, el bucólico atracadero de la bahía de las Ánimas, donde se sitúa la naviera de Florentino Ariza, en El amor en …, y cuyos antiguos barcos de vapor inspiraron el lecho para el acometimiento erótico con Fermina Daza, con casi 500 páginas y más de medio siglo de demora.

Con sólo alzar la vista, se percibe el escenario del primer párrafo de Cien años... Pues, no lejos del edificio del antiguo mercado, donde el joven Gabo contemplaba el acarreo de las gigantescas planchas de hielo, se encuentra el Camellón de los Mártires, ribeteado por las estatuas de los militares independentistas fusilados; la misma plaza donde su padre le llevó a conocer el hielo de su propia biografía, cuando, al comunicarle su decisión de abandonar los estudios de Derecho para malvivir como periodista, aquel le espetó: pues, «¡¡Comerás papel!!», y lo dejó plantado. Y si, detrás de la figura de El coronel…, prevalece el recuerdo de su abuelo materno, el coronel Nicolás Márquez, y su eterna espera de la incumplida pensión como excombatiente, también aquel duro desplante paterno influye en el cierre de la novela. Desde París, donde la escribe, él mismo tarda en recibir, desde Bogotá, los precarios pagos de sus colaboraciones, y más grave aún que la asunción del «¡¡Comerás papel!!», será ese final, en que ya en la pobreza absoluta y sin esperanzas, la esposa le interpela: «Dime, qué comemos», y, con incontestable laconismo, el coronel responde: «Mierda».

De su aversión a la exposición mediática da cuenta, finalmente, la advertencia del anónimo y humilde nonagenario de Memoria de… a su cándida musa: «Ya lo sabes, Delgadina, la fama es una señora muy gorda que no duerme con uno, pero cuando uno despierta está siempre mirándonos frente a la cama»...