El rebelde indomable

Marlon Brando comparte con Greta Garbo el liderazgo de las grandes estrellas cinematográficas de todos los tiempos

Marlon Brando en ‘Julio César’ interpretando a Marco Antonio bajo la dirección de Joseph L. Mankiewicz.

Marlon Brando en ‘Julio César’ interpretando a Marco Antonio bajo la dirección de Joseph L. Mankiewicz. / La Provincia.

Claudio Utrera

Claudio Utrera

El pasado miércoles se cumplieron cien años del nacimiento de Marlon Brando (Omaha, Nebraska, 1924 / Los Ángeles, California, 2004) y el próximo uno de julio veinte de su muerte. Entre ambas fechas discurriría lo que, sin duda, constituye una de las carreras actorales más brillantes de la historia de Hollywood, cuyo final llegaría meses después de que el actor alcanzara su ochenta aniversario tras protagonizar una vida salpicada de excesos, sonados divorcios y conflictos de toda guisa, donde no faltaron tampoco los de perfil estrictamente político. Obtuvo, asimismo, un rosario interminable de éxitos, tanto en los escenarios como en las pantallas, éxitos que le auparían a unos niveles de popularidad que solo alcanzaron, en su día, algunas de las estrellas más rutilantes del cine mudo.

Otra cosa es que sus múltiples triunfos, entre los que figuran el haber recibido dos Oscar; dos Globos de Oro; tres premios BAFTA; el Premio a la Mejor Interpretación masculina en Cannes y la Concha de Oro al Mejor Actor en San Sebastián, le compensaran a la hora de afrontar el balance final de su agitada vida personal. Controvertido y extravagante, como pocos de sus compañeros de generación; de infancia solitaria y traumática, su condición de divo le convertía, en ocasiones, en un ser abiertamente complaciente con sus propias facultades, en su propia habilidad y talento, en su ensimismamiento, aunque tal era su capacidad para transmitir la complejidad emocional que hervía bajo la mayoría de sus personajes que hasta estos excesos intermitentes no le pasarían nunca la menor factura ante los escrutinios de la crítica, ni en la acogida popular.

Las resonancias míticas que despedía su imagen en las pantallas no solo tenían su origen en el atractivo que envolvía su electrizante anatomía, ni en el absoluto dominio que siempre demostró tener sobre sus habilidades interpretativas; Brando representó, por encima de todo, algo aún más recóndito, personal y misterioso: la figura del héroe ensimismado, descreído, inadaptado, agresivo e inconformista que vive en permanente pie de guerra con el escenario social que le rodea; el héroe que se contempla en el espejo de su tiempo y ve en su proyección el reflejo de su propio rechazo.

El rebelde indomable

En su temperamental interpretación de ‘Un tranvía llamado deseo’, de Elia Kazan / La Provincia.

Pues bien, desde su debut en Hombres (1950), melodrama de fondo bélico producido por Stanley Kramer y dirigida por Fred Zinnemann a partir de un guion de Carl Foreman –tres de los más destacados izquierdistas del Hollywood de posguerra– donde interpreta a Ken Wilocek, un oficial estadounidense que regresa parapléjico del frente, Brando inicia su extensa galería de personajes extremos. Ejercicio que le facilitaría, meses después, el acceso al rudo y controvertido Stanley Kowalski del drama de Elia Kazan Un tranvía llamado deseo (1951), inspirado en la obra homónima de Tennesse Williams.

Curiosamente, fue Brando, quien estuvo meses interpretando este papel en los escenarios de Broadway, el único miembro del reparto que no obtuvo en aquella ocasión el Óscar. Sí lo consiguieron, sin embargo, Vivien Leight, Karl Malden y Kim Hunter como intérpretes secundarios, aunque su soberbia composición dejó la profunda huella que siempre imprime un trabajo actoral dotado de tanto vigor y complejidad.

De nuevo bajo la batuta de Kazan y con un guion escrito por el gran John Steinbeck, el actor se introduce en la piel del dirigente revolucionario Emiliano Zapata, junto a Anthony Quinn, Jean Peters y Joseph Wiseman. En ¡Viva Zapata! (1952) Brando interpreta a un hombre solitario, sencillo, tranquilo y escasamente emotivo, que acepta el hecho incontrovertible de que el destino le haya convertido en un líder, cargado, eso sí, de unas grandes dosis de melancolía ante la devastadora tragedia que atraviesa su país y en la que él, sin pretenderlo, se halla sumergido.

El rebelde indomable

En ‘La ley del silencio’, del director estadounidense Elia Kazan / La Provincia.

Igualmente memorable fue su actuación en Julio César (1953), la película que la Metro Goldwyn Mayer presentó en 1953, escrita y dirigida por Joseph L. Mankiewicz, partiendo de la obra homónima de William Shakespeare. Y aunque a priori muy pocos apostaron por el trabajo de un intérprete salido del exclusivo Actor’s Studio de Nueva York para encarnar a un personaje perteneciente a la escudería shakespeariana, junto a un elenco de estirpe tan inequívocamente británica como la que representaban John Gielgud, James Mason o Deborah Kerr, el actor escribió, con su vibrante actuación como Marco Antonio, uno de los capítulos más deslumbrantes de su larga y exitosa carrera profesional, demostrando que su talento, cosechado a la sombra del método Stanislawski, carecía de cualquier tipo de barrera psicológica que le impidiera abordar inteligentemente un desafío interpretativo tan brutal.

Con el cineasta de origen húngaro László Benedeck como director y nuevamente con Stanley Kramer como productor, el actor le imprimió un nuevo giro a su carrera al introducirse en la piel de Johnnie, el líder de una pandilla de moteros bruscos y pendencieros que van sembrando de ruido y violencia las calles de una pequeña localidad del medio oeste americano en ¡Salvaje! (1953). La película, coprotagonizada por un joven Lee Marvin y Mary Murphy, contribuyó a fomentar aún más la leyenda que abrigaba la imagen de este mito desde su aparición fundacional en Hombres, agregando una nueva nota sobre su posición defensiva frente a una sociedad que recela de su ferviente rebeldía.

Su popularidad, minada en parte por sus cada vez más insistentes muestras de egolatría, seguiría creciendo al mismo compás que cosechaba sus éxitos. Con La ley del silencio (1954), dirigida también por Kazan, Brando gana su primer Oscar encarnando a Terry Malloy, un estibador portuario implicado en las luchas sindicales en los muelles de Nueva York y en los consiguientes conflictos sociales que se derivaron de aquellos enfrentamientos. Realizado en plena época maccarthysta, el filme se interpretó en su día como una clara apología de la delación, tras las desafortunadas actuaciones del propio Kazan en sus diversas comparecencias ante el comité inquisitorial del senador MacCarthy.

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En ‘El Padrino’ como don Vito Corleone de Coppola. / La Provincia.

Aunque en su momento la crítica no le prestara mayor atención a Christian Diestl, el oficial alemán antinazi que encabeza el reparto de El baile de los malditos (1958), de Edward Dmytryk –inspirada en la novela de Irvin Shaw–, Brando despliega todos sus recursos expresivos para dar vida a un personaje difícil, complejo y muy alejado, sobre todo, del estereotipo de «alemán bueno» que de vez en cuando aparece en algunos filmes del Hollywood de la posguerra, mostrando su abatimiento ante el curso que está tomando la guerra en territorio europeo y exteriorizando, como sólo un actor de sus características es capaz de hacer, la náusea que le genera un pasado cuajado de muerte, mentira, cansancio y devastación, mientras aguarda el momento de entregarse al Ejército aliado.

Dos años después, el actor sorprende a propios y extraños al anunciar un nuevo proyecto para la Paramount, inspirado en la novela de Charles Nelder The Authentic Death of Henry Jones, que no solo protagonizaría sino que también dirigiría, a partir de un guion de Guy Trosper y Calder Willinghan. Se trata de El rostro impenetrable (1960), un western fuera de norma, de inclasificable belleza formal, donde Brando asume el papel de Río, un ladrón de bancos traicionado por Dad Longworth, (extraordinario Karl Malden), su socio, ante el que jura venganza. Pese a que muchos no hemos dudado en calificarla, desde su ya lejano estreno, a mediados de la década de los sesenta, como una joya inmarchitable del género, su inmerecido fracaso comercial le impidió a Brando repetir nuevamente su experiencia tras las cámaras.

El gran Sidney Lumet también lo elegiría para protagonizar Piel de serpiente (1961), inspirada en el drama de Tennesse Williams y con Anna Magnani como su inolvidable partenaire. Otra muestra más de la capacidad de este intérprete para encarnar seres provistos de una enorme complejidad psicológica, como el Fletcher Christian de Rebelión a bordo (1962), de Lewis Milestone; el atormentado Robert Crain de Morituri (1965), del alemán Bernhard Wicki; el acosado sheriff Calder de la magistral La jauría humana (1966), de Arthur Penn; el angustiado comandante Weldon Penderton de Reflejos en un ojo dorado (1967), de John Huston –inspirada en la novela homónima de Carson McCullers–; el William Walker de Queimada (1970), de Gillo Pontecorvo; la formidable composición de Don Vito Corleone en El Padrino (1972), de Francis F. Coppola; la doliente soledad del afligido protagonista de El último tango en París (1972), de Bernardo Bertolucci, o la escueta aunque suprema interpretación del mítico coronel Kurtz en la monumental Apocalipse Now (Apocalipse Now, 1979), de Coppola, basada libremente en la inmortal novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas.