Ver el misterio, los dibujos de Carlos Schwartz

Los ‘Apuntes’ del fotógrafo componen el mundo al modo de la materia hacia la que tiende, hacia la que mira, hacia la que propende, el lenguaje de la poesía

Carlos Schwartz

Carlos Schwartz / Alejandro Krawietz

Alejandro Krawietz

Sobre una superficie azul plana —dentro de la que se agitan las transparencias leves del guache— un ciervo blanco, trazado con grafito, abreva en el disco plateado de un reloj. El escenario azul ofrece una imagen del interminable espacio (el mismo que avistó desde la yerma loma un poeta italiano), un lugar sin principio ni fin, antipaisaje abierto hacia sí mismo: pliegue en el pliegue, materia que se imagina a sí misma como espacio. El ciervo es un animal sagrado, bebe como si contemplara, bebe como si la lengua fueran ojos: la lengua es ojos. Apoya sus patas santas sobre todo el espacio, de tal modo que su peso gravita, se hace visible, como indistinguible ligereza: blanco que vuela, que entra en el objeto. El reloj comparte con el estanque su profundidad fuera de toda medida, su oscuridad: tiempo que desciende, que se esconde también hacia el peso, que baja al abismo de superficie bruñida, hacia una magnitud que, al rozarse con el animal, es a la vez ayer y mañana. Lo sagrado, se nos dice, es un canto que se escucha a sí mismo mientras flota en el tiempo.

Sobre una mesa que es también un altar —el mundo cotidiano alza su transparencia—, un cuerpo humano se entrega a la langosta, le ofrece (alzando la cabeza hacia adelante, condescendiente, en la exhibición de una lascivia cerebral), el deseo y la entrega. Las patas traseras del insecto aprietan sobre las rodillas, las delanteras oprimen el pecho. Y las antenas abiertas se entrelazan, horadan el cráneo, lanzan sus sensilias pulposas hasta el cerebro: así Fausto recibe de Mefístofeles la descarga del conocimiento inimaginable: el estertor de un Funes que contempla la eternidad. Es la violencia de tal entrega lo que prevalece en la retina: la indefensión del hombre ante el cosmos desvelado, ante la apertura cerrada del espacio.

La langosta de Fausto’ (2000), de Carlos Schwartz. | | LP/DLP

La langosta de Fausto’ (2000), de Carlos Schwartz. | | LP/DLP / Alejandro Krawietz

La montaña (la isla) emite su canción —que es presencia, piedra de memoria, chillido dentro del gozo—, lanza su voz, que es luz: silbo de hombre. El universo entero se mira a través de nuestros ojos. El universo entero se dice desde el silbido que resuena, que es como una ráfaga de luz que vibra. Trino de volcán. Tierra que hunde sus raíces en fuego. Ese levantarse del mundo en la onda azul, y ese descenso de la roca hacia su finismundo, esa voluntad de la Isla por decirse desde un lenguaje moderno (que es diálogo a la vez que grito, textura y a la vez grano, que es cielo junto a caverna), tensa hasta donde resulta posible los extensos caminos divergentes del centro de sí misma en que toda isla se ubica y a la vez perpetúa, inhala, su condición de extrema y fugaz periferia.

Y si fuera que los apuntes y bocetos de un creador se constituyeran como su legado definitivo e ingobernable: entonces, ¿qué? Desde hace muchos años los dibujos de Carlos Schwartz, que en muchas ocasiones se articulan como taller, como ‘reservorio’ de imágenes, como almirez de alquimista en el que sublimar las materias ligeras que componen el saber, construyen un edificio de conocimiento articulado y complejo (alrededor de las potencias simpáticas de la palabra y sus trazos concomitantes). Su arte de transcripción pura de los lenguajes en los que habla el mundo, su antena receptora que codifica símbolos, se ha ofrecido a los poetas como una suerte de guía espiritual: de emblema de aquella sustancia esquiva y secreta a la que aspira el poema. Los dibujos de Carlos Schwartz componen el mundo al modo de la materia hacia la que tiende, hacia la que mira, hacia la que propende, el lenguaje de la poesía. Sus trazos son lo mismo que las palabras que nacen en el aire y descienden hacia el peso. Quizá por esa razón esa sencillez decantada, hilvanada a través de sistemas de purificación, atrae a la sílaba que se carga de sentido, que se hace una con su forma: que se traduce entera más como órgano de percepción que como objeto de conocimiento.

Carlos Schwartz . | | LP/DLP

Carlos Schwartz . | | LP/DLP / Alejandro Krawietz

Certezas

En una entrevista —que firmó el poeta Melchor López en el año 2002—, Schwartz decía, a propósito de este mismo tema: «El símbolo está siempre facetado, como acabamos de decir. Un poliedro de muchas caras. La montaña, el árbol en su versión real pueden vaciarse o cortarse. En su versión simbólica, sin embargo, resultan inexpugnables.» Esta idea de construcción de un ámbito inexpugnable, que no puede ser elidido, sobreseído o diluido, que se edifica a partir de un ejercicio, de una praxis formal, ejecutada en el ámbito frágil del papel, del trabajo del taller, es sólo una de las certidumbres que deposita en el espectador el volumen de recopilación de sus Apuntes y bocetos que recientemente ha publicado TEA (Tenerife Espacio de las Artes) en su colección de Libros de artista. Y el acto mismo de dibujar, el trabajo manual, erguido sobre un cuerpo, transforma los parámetros habituales de la hondura metafísica en una —mucho más insular— metafísica de la acción: construcción de un pensamiento que, al pensarse a sí mismo, compone a la vez imágenes y deja sobre la superficie el encandilamiento de un enigma.

En una edición formalmente exquisita, se ofrece una muestra lo suficientemente amplia —pero no tanto como para que el espectador deje de anhelar aún más— de la investigación alrededor del dibujo que Carlos Schwartz he desarrollado, de modo ininterrumpido, desde 1995. Para ese recorrido, de casi treinta años de trabajo, se ha seleccionado una colección de imágenes de ocho de los cuadernos más relevantes del autor (aunque son muchos más los que compondrían una edición completa): Real Monasterio de El Escorial (1995), Mundo. Magia. Memoria (1997), Fausto (2000), Laberintos de luz (2011-2014), Cuaderno azul (2015-2021), The Dance (2016), Silbar la novia (2017) y Libro de las cascadas (2022). Las fechas de cada cuaderno ofrecen una idea del caudal continuo que este tipo de trabajo ha merecido en la trayectoria del artista. La depuración y la altura de cada una de las propuestas convierten a Schwartz en uno de los más principales creadores de obra sobre papel de la actualidad. Pocos, como él, pueden presumir de ser dueños de un universo ‘expresado’ y de ser, a la vez, libres para componer, entre el trazo, el color y, por qué no decirlo, la música (en el sentido que a ese tipo de relaciones adjudica Marius Schneider) un certero ciframiento del misterio.