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Secretos de la II guerra mundial en las islas

El espía involuntario

El canario Miguel Rodríguez sorteó obstáculos y llevó desde Fuerteventura a Gran Canaria un carrete de fotos con valiosos secretos. Los ingleses querían saber qué tramaban los nazis en la zona de Cofete

El espía involuntario

El padre del majorero Andrés Rodríguez Berriel fue sin querer un espía involuntario. A finales de la Segunda Guerra Mundial, Fuerteventura, como el resto de las Islas, se convirtió en un silencioso tablero de ajedrez en el que jugaban sus piezas tanto aliados como nazis. En 1944 cuando la Guerra basculaba en favor de uno de los combatientes, las autoridades españolas trataron de mover sus apoyos al ritmo de su conveniencia, sin despertar tampoco demasiados recelos en el bando alemán, al que primero se apoyó y después poco a poco trató de despegarse para no salir malparado en el anunciado final de la contienda. En medio de este cruce soterrado de intereses, en un auténtico campo de batalla sin armas, aparece la figura del capitán de marina mercante, Miguel Rodríguez Ruiz, un reconocido masón que colaboró sin dudarlo con el bando aliado.

Andrés Rodríguez recuerda las historias que le contaba su padre como si hubieran ocurrido ayer. Mantiene intactas viejas fotografías, libros de guerra, y sobre todo las palabras, los cuentos maravillosos que Miguel Rodríguez Ruiz repetía incansable. Resultaban tan fantásticos, tan extraordinarios, que parecían de película, aunque lo mejor de estos relatos es que sucedieron de verdad.

Capitán de barco y masón

En la década de los cuarenta, las islas de Gran Canaria y Tenerife comenzaban a tener un incipiente despegue económico. Sus capitales crecían a ritmo acelerado y el comercio con Europa llenaba las arcas de los empresarios dedicados a la producción de frutas y sobre todo el de aquellas familias que controlaban el sector del transporte marítimo.

El padre de Miguel Rodríguez fue durante años un próspero consignatario de buques de Tenerife, que se encargaba del envío de mercancías a Inglaterra y Alemania, además de controlar parte de la flota que llevaba y traía productos entre las Islas. En esos días se necesitaba adquirir en abundancia cal para poder hacer frente a la demanda de cemento que existía en el Archipiélago. Siguiendo las indicaciones de su padre, Miguel Rodríguez, con el título de capitán de la marina mercante, se traslada a Fuerteventura para encargarse de supervisar y llevar en su barco este preciado material, que además para muchos majoreros fue durante años su principal fuente de supervivencia.

En Antigua, el joven capitán se casa con la majorera Mercedes Berriel, y decide quedarse en la isla. Miguel Rodríguez, al igual que su padre, al que conocían en la logia con el nombre de Demóstenes, llegó a convertirse en un destacado masón. Precisamente este título, que nunca ocultó, lo llevó a enfrentarse a Franco.

Por órdenes del general tuvo que acudir a un juicio que se celebró en Madrid y como condena se le suspende durante cinco años de su título de capitán. Esto supone que no puede estar en su barco ni siquiera como marinero. Gracias a las buenas relaciones que tenía con otros dirigentes del régimen no entra en prisión. Y para poder seguir al frente del negocio, se ve obligado a contratar al capitán Hierro, que aparece como responsable de la embarcación mientras él sólo figura como el encargado de la mercancía. Así durante los cinco años de condena.

El piloto inglés

A pesar de la persecución de la que fue objeto por parte de los dirigentes franquistas, en Fuerteventura, Miguel Rodríguez siempre fue bien considerado. La gente valoraba su gran experiencia como intrépido marinero además de tener una gran formación académica, incluyendo el dominio del inglés, gracias a los años que pasó navegando por puertos de Florida y Nueva Orleans, llevando cereales y a la vuelta cargando las bodegas con tabaco y ron.

Por eso a Miguel no le resultó extraño que los militares que custodiaban el Hospital de Antigua lo llamaran de forma urgente para que los ayudara con uno de los heridos, al que no entendían nada. Se trataba de un piloto de la aviación inglesa, que había estado vigilando la zona de Cofete. Los alemanes, alertados por Winter, "eso siempre creyó mi padre", argumenta Andrés Rodríguez, "enviaron a uno de sus escuadrones y lo derribaron cuando ya volaba cerca de la costa de Gran Tarajal".

El piloto inglés logró planear su pequeño avión monoplaza y salió como pudo. Tenía malherida una pierna y un brazo y lo llevaron hasta el centro hospitalario. El problema apareció cuando se despertó y empezó a hablar. Ninguno de los que estaban allí comprendía lo que estaba diciendo. Una de las anécdotas que siempre contó el padre de Andrés Rodríguez, tiene como protagonista a un vecino del pueblo que estaba haciendo el servicio militar. El piloto empezó a decir "coffee", "coffee", y el hombre entendió gofio, y le trajo un tazón con la rica harina de millo. Ante la cara de sorpresa del militar británico no hubo más remedio que recurrir al capital de barco, Miguel Rodríguez.

A lo largo de su estancia en Fuerteventura, Miguel visitó al piloto en dos ocasiones y después una tercera en Gran Canaria, donde fue ingresado en el entonces llamado Hospital Inglés, que se encontraba en plena playa de Las Canteras, donde ahora está el Hotel María Cristina.

Andrés Rodríguez Berriel considera que su padre sólo actuó por altruismo, "era su forma de ser, por eso lo hizo y tampoco creo que ni pasara miedo, en aquella época, a Franco tampoco le interesaba meterse mucho con los aliados".

Además, de explicarle al vecino de Antigua que el piloto sólo quería una taza de café, y no gofio, Miguel Rodríguez se interesó por su estado y le habló de cómo estaba la guerra en aquellos momentos. El militar británico estaba algo desorientado, en realidad llevaba semanas sin saber cómo se desarrollaban los acontecimientos. Una vez que comprobó que Miguel era un hombre en el que se podía confiar le entregó un carrete de fotos que llevaba oculto entre sus ropas.

Desde que había empezado la Guerra, los alemanes llevaban planeando hacer algún tipo de construcción secreta en Cofete, un paraje aislado y de difícil acceso. El encargado de llevar a cabo este plan fue el famoso Gustav Winter. Antes de que se levantara su famoso castillo, en los sótanos de esta edificación se estaban construyendo unos depósitos gigantescos, con unas paredes que medían más de tres metros de grosor. Uno de los albañiles que trabajó en esa obra fue el maestro Ramón, amigo de Miguel Rodríguez, y vecino de Antigua, quien en más de una ocasión le decía que Winter estaba loco, "para que quiere unos tanques con esas paredes".

Precisamente la misión que se le había encomendado al piloto inglés fue la de fotografiar la zona, para ver qué estaba haciendo el ejército nazi en el amplio territorio que ocupa Cofete. Por eso para este militar entregar aquel carrete al cónsul británico en Gran Canaria era prioritario. Miguel Rodríguez Ruiz no pensó en sus problemas con Franco ni siquiera que aquella tarea podría ocasionarle algún percance con los alemanes. Sin darse importancia, como quien cumple un favor personal, en el siguiente viaje que hizo a Gran Canaria fue hasta el consulado y le hizo entrega a Míster Reina de aquel enigmático carrete de fotos, que ya estaban esperando. En el siguiente viaje que hizo a Gran Canaria, el piloto ya se había marchado a Gran Bretaña y nadie le explicó nada sobre el contenido de aquellas fotos, ni su posible transcendencia.

Submarinos nazis

El majorero Andrés Rodríguez Berriel siente que su padre y su abuelo fueron en cierta medidas dos héroes anónimos, dos de esas personas a las que vale la pena haber conocido. Por eso, casi como una tarea forzosa, pero que le entusiasma, se ha propuesto recoger en pequeños libros como Historias del cabotaje, cal, alfalfa y cabras en los veleros canarios, que publicó junto a Yuri Millares, algunas de las vivencias que tuvieron como protagonistas a estos dos ilustres integrantes de su familia.

Miguel Rodríguez Ruiz tuvo una vida azarosa, y muy entretenida. No sólo ayudó a este piloto inglés en su misión sobre territorio majorero, también pudo contemplar de forma casual las obras que se llevaron a cabo en Cofete por parte de Winter. Rodríguez Ruiz que transportó mucha mercancía para este empresario alemán le confesó a su hijo que no dudaba que los nazis estuvieran preparando aquellos depósitos para instalar algún laboratorio de pruebas que los ayudara a ganar la guerra. "Mi padre me dijo que en las cajas que llevó en su barco para Winter, y que pesaban una tonelada, había extrañas agujas, y tornillos. Lo mejor es que nunca pudieron acabar lo que tenían planeado, afortunadamente sus mejores científicos abandonaron su barco y se marcharon con los americanos".

Entre las peripecias vividas por este capitán de barco también cuenta Andrés Rodríguez Berriel que su padre cuando salía de la punta de Jandía, "en varias ocasiones fue detenido por submarinos alemanes, que subían al barco para comprobar que no llevara escondidos a posibles espías ingleses, también le pasó al revés, embarcaciones de los aliados que buscaban a mensajeros nazis". Los buques canarios tenían que estar pintados de blanco y las letras con el nombre en negro, para evitar que los bandos en conflicto los bombardearan.

El final de la guerra se convirtió en las Islas en un campo de minas. Franco, que sólo en los papeles había proclamado la neutralidad de España, permitió durante gran parte de la contienda que los submarinos alemanes entraran en los puertos canarios para abastecerse de materiales y combustible. De hecho, en un ciclo de conferencias celebrado en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, dentro de la cátedra de Historia Naval, se ofrecieron datos y algunas imágenes de la entrada en puerto de submarinos nazis o de la armada italiana, afines a Hitler. Después a medida que la contienda se inclinaba hacia el bando aliado, Franco empezó a variar su estrategia.

Miguel Rodríguez Ruiz también llegó a comprobar como las autoridades de aquella época no renunciaban a hacer negocio con ambos bandos sobre todo al suministrar petróleo para los buques que lo demandaban. Daba igual la bandera, entonces lo importante para ellos era recaudar y hacer un gran negocio. Aunque Rodríguez Ruiz había nacido en Tenerife, al final decidió quedarse para siempre en Fuerteventura. En Antigua tenía a su familia, su casa, y a los amigos que siempre vieron en él a una de esas personas a las que se puede confiar un secreto, por muy comprometido que resulte.

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