Un barranco interminable, cuatro ruinas bien puestas por el camino y una playa lejos de todos con la bombilla más cercana a kilómetros de distancia es todo lo que se necesita para pasar una noche de maravilloso espanto.

Y si hay una playa que cuadre con estos tres pilares del canguelo es Guguy, la perla del marisco grancanario, en el municipio de La Aldea de San Nicolás, abierta por el oeste al tremebundo Atlántico por los arenales de Peñón Bermejo, Guguy Chico y de Guguy Grande y cerrada por el este por los imponentes castillos naturales de las montañas de Hogarzales y del Cedro.

A lo largo del barranco de Guguy Grande, que desemboca en la playa de Guguy Chica, quedan al oreo los resquicios del cauce habitado, el que estuvo en activo a remolque del almacén de tomates y plátanos que allí empaquetaba la multinacional Fyffes, con su suerte de tirolina en la que enviaban la fruta surcando los vientos hasta los vapores fondeados en la salvaje bahía.

Relatos orales

El cronista oficial de La Aldea, Francisco Suárez Moreno, tuvo la feliz ocurrencia justo en el cambio de milenio de coordinar un trabajo de los escolares del instituto de La Aldea en el que recopiló buena parte de la memoria oral de aldeanos que en tiempos de antier mamaron de las historias de temblar, tanto en la remota playa como en los pinares que tocan cumbre.

Titulado como Siete historias de antes, y firmado por los entonces alumnos de entre 13 y 14 años Bernardo Gordillo, Davinia Montesdeoca, Oribel Díaz, Ágora Suárez, Yasmina Llarena y Aruma Suárez, el trabajo resultó tercer premio del Certamen de Patrimonio Etnográfico de Canarias en el año 2001. Son apenas 14 páginas pero destila el encanto de lo naif hasta dibujar una isla de enciclopedia antigua llena de chirgo y encanto.

El Cabildo de Gran Canaria adquiere dos fincas en Guguy

Vistas de Guguy Cabildo de Gran Canaria

Un volumen que no deja atrás una de las historias más conocidas del lugar, la del tesoro y las almas en pena de El Cuervo de Zamora, el espectral avechucho que mantuvo en vilo a aquellos habitantes remotos desde que el sol caía a rente por detrás de la isla de Tenerife, a veces tan clara desde allí que da la impresión de tocarse con la mano.

El tesoro de Cueva Blanca

La vecina de Barranquillo Hondo, Carmen Ramos Díaz, relataba «muy segura», que uno de los ingleses propietarios del almacén de empaquetado se mató allí mismo, dejando enterrado un tesoro en el punto de Cueva Blanca, por debajo de la cueva de Zamora, donde «también se han matado antiguos orchilleros y pastores», amén de excursionistas de última hornada a merced del fuego del sol, la sed y el aturdimiento.

Es allí donde a partir del 21 de junio y hasta el 21 de octubre, según el relato de Ramos Díaz, se oye el quejido de un cuervo, «el alma en pena del inglés que allí está enterrado y que custodia el dinero» y que al decir de los que han sufrido su truculento guineo se va enfureciendo más, con un sonido atronador, para espantar a los que allí se acercan.

Hubo intentos de deshacerse de la lastimosa ánima. A principios del siglo XX se formó una comitiva, que entre chanzas y veras, estaba presidida por el alcalde «don Paco Ramos», al que seguía un rancho de una decenas de hombres «preparados con armas para disparar en el risco por dónde se oía el cuervo, para matarlo».

Era verano. Pero «al llegar a Guguy Grande, (...) empezaron unos remolinos de viento, y las aulagas y marullos secos» comenzaron a volar. Aquellos valientes salieron pitando y hasta el más osado, Francisco Hernández, El Carabina, «llegó cagado del miedo de lo que pasó». El tesoro sigue allí, escoltado por el espectro de plumas negras, pero también por un demoledor u definitivo ultimátum para los que osen arrancarlo de las fauces de Guguy.

Para su desentierro deben ir un padre y su hijo, «o bien dos compadres. El que halle el dinero», relata Carmen Ramos, «verá que encima de éste hay un puñal», y si quiere llevarse el botín uno de los dos debe morir.

Sin Dios, ni Santa María

Y donde merodean cuervos, moran brujas, que en otro episodio de Siete historias de antes relatan las conversas a la luz de la luna del verano durante las llamadas velas de paridas, que relatan como las brujas cantaban el La Lajilla, frente a la casa de Las Huertas, donde una noche, “un anciano, llamado Panchito Quintana, tras cenar con su mujer le fuer a echar los huesos de las sobras a unos gatos que se le acercaron. Los gatos se enfurruñaron y en castellano contestaron: ¡no tenemos dientes! Una obra de brujas, como las que tramaron raptar al niño de una mujer que vivía en otro lugar, cosa que llegó oídos de un hombre.

Las brujas se pusieron la crema de volar en las axilas y tras el hechizo de arriba, arriba, sin Dios, y sin Santa María se elevaron en el aire, para volver con el pequeño. Pero el hombre que las vio partir puso la crema de volar en el caldero con la cena, que devoraban mientras iba muriendo una por una, dejando por siempre solo al hombre que bailaba en la orilla del mar con un «rabo grandísimo».