Comercios históricos de Las Palmas de Gran Canaria

Las roscas más famosas de Las Palmas de Gran Canaria

El tinerfeño Pedro Gorrín se mudó a Gran Canaria para emprender con un negocio de quioscos de roscas

Seis décadas después una de sus hijas continúa con el negocio

El mejor quiosco de roscas de Las Palmas de Gran Canaria

Andrés Cruz

Raquel Gorrín conducía durante horas y horas en un trabajo que le explotaban. En lo que tardaba en ponerse en verde un semáforo se quedaba dormida, e incluso soñaba durante unos minutos. Para salir de su situación vio una oportunidad en el quiosco de roscas de Vegueta, el negocio familiar. Dos décadas después se escucha el ¡Pop, pop, pop! de la máquina mientras mete las roscas en sus bolsas de plástico con las manos llenas de heridas por el millo caliente. El fundador fue su padre, que viajó desde Tenerife sobre los 60 para abrir el quiosco de roscas que ha alegrado la merienda de tantos niños. 

Pedro Gorrín nació en Tamaimo y de vez en cuando viajaba hasta Gran Canaria para vender fruta en el puerto. Pero junto a un amigo, que había viajado en varias ocasiones a Estados Unidos y se había percatado del furor que causaban las roscas, se decidieron a implantar el negocio en la capital grancanaria. «Parece que en esa época no era habitual que los canarios consumieran roscas, era más normal en el extranjero», cuenta Gorrín. 

Abrieron en Vegueta, Triana, y los parques de San Telmo y Santa Catalina. Raquel Gorrín, una de los ocho hijos que tuvo el fundador, comenzó a ayudar en el negocio familiar con nueve años subida a una caja de refrescos para alcanzar al mostrador. «Me llamó la atención cómo funcionaba el negocio y cuando uno de sus empleados se iba de vacaciones quise ayudar porque en ese momento venía en camino un bebé, que era el sexto embarazo de mi madre», cuenta.

Un triste suceso

Para sus padres fue una bendición porque los clientes se quedaban sorprendidos de ver a una niña tan pequeña trabajando y le daban hasta 1.000 pesetas cuando costaban cinco para ayudarla. Actualmente la conversión son seis euros, un buen pellizco en aquel momento. «Mi padre me llenaba a besos y estaba emocionadísimo, yo no tenía ni idea porque no controlaba el valor del dinero», recuerda.

Raquel Gorrín prepara las roscas rosas.

Raquel Gorrín prepara las roscas rosas. / Andrés Cruz

El negocio iba a bien, pero en 1983 fallece su padre cuando ella tenía tan solo 13 años. Los cinco hermanos mayores tuvieron que comenzar a trabajar para cooperar con la economía familiar, algunos en las máquinas de roscas y otros en los quioscos con bocadillos que también abrió el padre. «La que peor lo pasó fue mi madre, era una mujer joven y dura con ocho hijos, al morir mi padre el mayor tenía 18 años y el menor seis meses», comenta.

Gorrín tuvo que compaginar los estudios con el trabajo desde muy joven. Con las clases de Radio Ecca para sacarse el graduado del instituto, más tarde llegaría a estudiar la PAU y acceder a Filología Hispánica, carrera que estudió durante tres años sin poder terminarla, ya que comenzó a estudiar una oposición. 

Cierre de algunas máquinas

Cuando los hermanos empezaron a crecer y decidieron escoger otros caminos profesionales, los quioscos empezaron a cerrar. Excepto el actual en la calle Lentini porque su hermana melliza Alicia Gorrín se quedó trabajando en él hasta que cumplió los 27 años. En esa época ella estaba trabajando en una empresa de transporte con jornadas maratonianas de diez, once o doce horas. El agotamiento del trabajo la motivó a volver al negocio familiar. «Mi hermana decidió marcharse un miércoles y yo ese mismo día decidía dejar de trabajar en la empresa en la que estaba. Y no hablamos del tema sino que fue una cosa de que coincidimos en el pensamiento», detalla.

A finales de los 90 comenzó a trabajar en el quiosco, aunque durante algunos años mientras duró la obra del scalextric también trabajó como taxista por las mañanas. Finalizadas las obras pudo dedicarse exclusivamente a las roscas, inventando incluso novedosos sabores como chocolate, naranja, plátano, anís, picantes e incluso de whisky. Pero después de la pandemia de la Covid-19 decidió no complicarse la vida porque además estos sabores afectaban al motor de la máquina. Ahora prepara las roscas blancas o las dulces rosas. Estas últimas fueron introducidas por su madre tras la muerte de Pedro Gorrín.

Los 25 años en los que ha estado al frente del negocio familiar ha conseguido crear una clientela fija y disfrutar de esos años, pero en la actualidad está estudiando una oposición para retirarse de la máquina de roscas. «Si lo consigo pondré un cartel que ponga: «Hoy roscas gratis», imagina. «Decido hacer este cambio profesional porque el autónomo no es lo más conveniente a la hora de tener una buena jubilación y también porque me gustaría hacer cambios, son muchos años ya», detalla. 

No sabe si en el futuro se arrepentirá y echará de menos la máquina o, en cambio, disfrutará de ese cambio profesional. Por ahora, sigue surtiendo a niños, jóvenes y mayores del picoteo al que nadie se resiste. ¡Pop, pop, pop!, comienzan a sonar las roscas dentro de la máquina, el trasiego entre Vegueta y Triana no descansa, y entremedias el sonido de las roscas permanece en la estampa de las rutinarias tardes.