A don Óscar Gutiérrez Ojeda

Juan Ezequiel Morales

Juan Ezequiel Morales

Se ha ido Don Óscar, producto generoso de la democracia, hombre hecho a sí mismo, y defensor de los suyos, que eran casi todos. Yo fui uno de sus protegidos en el ámbito profesional económico, y con él fui aprendiz de su escuela, en la que como intendente mercantil de la época, se daba primacía a la honestidad y a la libertad, entendidas como se las entendía en los años ochenta, sin las estrecheces de miras de lo políticamente correcto que actualmente ha enrarecido el ambiente.

Fue una aventura continua en la que, desde los años setenta, aprendí a implantar el Plan General Contable francés en las empresas, mientras veía cómo el episodio de El Rubio y Eufemiano Fuentes hacía que algunos de nuestros clientes se escondieran varios días porque parecía que volvía la Guerra Civil. Luego llegaron los años de los negocios en los que, con el socialismo felipista, los empresarios -inmobiliarios, turísticos, joyeros, peleteros, mayoristas y minoristas de alimentación, gasolineros, sanitarios, etc.- nos decían que jamás habían ganado tanto dinero, gracias a la democracia y a la movida, y conocimos, asombrados, todas las trapisondas y las riadas de dinero al amparo de la Ley Strauss, denominada así por el Ministro Federal de Hacienda de la República Federal Alemana, que la promulgó para fomentar las inversiones de capital privado en países en vías de desarrollo. Gracias a ella, se gestó buena parte de la política municipal, en el sur de Gran Canaria, en Fuerteventura o en Lanzarote, de las que conocíamos todos los secretos, los que se podían y no podían decir.

También entramos en el negocio de las gasolineras y estuvimos en la fundación de El Paso 2000 con quien entonces era uno de los mejores clientes y amigos, don Sebastián López, además de ser uno de los principales conocedores del negocio retail de los combustibles, y a partir de ahí don Óscar supo mirar y saber dónde estaba la inversión, en todos los sectores: sanitarios, turísticos, inmobiliarios y de otro tipo. Era el mejor momento. Donde ponía el ojo, ponía la bala, y aprendí de él a invertir y vivir. Mi opinión personal es que su gigantesca generosidad hacía grandes los resultados en la economía.

Seguí sus pasos y estoy contento de conocer los intríngulis de todos los negocios en casi todos los sectores. Creó una escuela profesional que han sabido seguir y respetar sus hijos, Carolina y Alejandro, abogada y economista, además del fiel Juan Carlos Falcón y el resto de su equipo, incluida el amor de mi vida, la abogada Dolores Rodríguez Montesdeoca -amiga de la infancia de Carolina, a quien jamás podré agradecerle lo suficiente el haberla conocido- aunque la vida nos llevó en un momento dado a separarnos profesionalmente, pero siguiendo siempre el motor original de la profesión y la aventura, sobre todo con alegría y saber hacer.

En fin, fue una aventura gigantesca después de la que, cuando don Óscar se retiró, se empleó en la literatura, y comenzó con De cuando era un chiquillo (Domibari, 2006), con memorias localizadas espacialmente en Vegueta y los “topoi” más comunes de Las Palmas de Gran Canaria en la primera mitad del siglo XX. Con independencia de que la intención don Óscar fue la de hacer perdurar cierto léxico del habla canaria que, hoy por hoy, resulta aplastado por el aluvión cultural de una homologación globalizada, lo que sí consiguió fue fabricar un documento de gran valor para la antropología social. Don Óscar se valió de un plus, el artista y dibujante Manolo Cardona, para plasmar al detalle las estampas de cada una de las historias. Sin quererlo, quizás, ambos usaron uno de los métodos más caros a la antropología del siglo XX, la que practicó para el estudio de los pueblos ancestrales toda aquella escuela de sabios que acudieron a Sudamérica y a los mares del sur en busca de los últimos restos de culturas, de la misma manera que Humboldt o Darwin recorrían el mundo en busca de especies y eslabones perdidos y las plasmaban en textos y dibujos.

Estoy más que agradecido a don Óscar por su mágica generosidad y alegría de vivir, y ahora ya habrá visto que la muerte no existe y estará riendo a mandíbula partida con esa otra risa eterna que fue Dolores Rodríguez, su compañera profesional, y mi compañera del alma.