La ciudad de Las Palmas de Gran Canaria ha respirado esta semana por la herida de una familia, los padres de Iván Robaina, obligada a revivir su tragedia en el juicio seguido desde el pasado lunes contra tres jóvenes por la muerte a patadas del estudiante de 19 años en una acera de la calle Franchy Roca en diciembre de 2008. Antes de que el jurado popular se retirara para establecer su veredicto, el fiscal repitió ante sus miembros una frase, "todos somos Iván", que rescata el espíritu colectivo que llevó en 2008 a la ciudad a reprobar el arranque de violencia que segó abruptamente la vida de un joven inocente y pacífico.

El juicio, seguido estos días con máxima expectación por una sociedad que aún recuerda con sobresalto la tragedia de Franchy Roca, ha devuelto a primer plano con toda su crudeza los detalles que envolvieron aquel minuto trágico en que dos patadas rompieron el cuello de Iván y colocaron a sus desolados padres ante la certeza inapelable de la muerte. Los abogados de los tres jóvenes sentados en el banquillo como presuntos causantes de la muerte de Iván, Oliverio, Benjamín y Acaymo, han utilizado legítimamente las herramientas que brinda el Estado de Derecho para tratar de exonerar a sus clientes de la peor calificación jurídica posible, el cargo de asesinato, y las penas consustanciales. Nada que decir sobre el legítimo derecho a la defensa. Aunque bien podría haberse ahorrado algún letrado, amén de ciertos gestos de histrionismo, la irritante tentación de convertir el juicio en una exhibición de extravagancias, como la de citar como testigo a un especialista en lesiones medulares que ni tan siquiera conocía la identidad de la víctima. Y como si, en lugar del sitio donde se trata de dilucidar la responsabilidad de terceros en una muerte a golpes, el juicio fuera un reality show y algunos letrados sus exasperantes protagonistas. Tanto la dimensión de la tragedia como el más elemental respeto a quien fue su víctima hacen inadmisible la trivialización del caso. Pero si algo ha provocado estos días un escalofrío en la sociedad que revive la terrible escena de Franchy Roca son dos alegatos: de una parte, el durísimo relato del fiscal Demetrio Pintado sobre el ataque de "una manada de lobos" sobre el joven Robaina y, de otra, la carta, demoledora en su emotividad, que la madre del muchacho muerto escribió a los pocos días de ser golpeada por las atroces circunstancias del fallecimiento de su único hijo. Dos alegatos que, más allá incluso de la trágica desaparición de Iván, colocan a toda la sociedad ante una pavorosa realidad de repetición: el recurso a la violencia callejera casi como un ejercicio más de diversión nocturna y la frialdad con que quienes la practican se desentienden de la suerte de sus víctimas. Lo deja de manifiesto esa patética foto conocida esta semana en que uno de los enjuiciados se divierte en el paseo de Las Canteras mientras los amigos de Iván asisten desesperados al levantamiento del cadáver del infortunado joven.

Sea cual sea la decisión final de la Justicia, ni la peor de las condenas a los agresores será capaz de devolver jamás la paz a Gely y Rafael, los padres de Iván. Pero, frente a tanto desconsuelo, sólo cabe confiar en que de verdad se haga justicia y que, como sin descanso ha predicado Rafael Robaina, la sociedad tome clara conciencia de hacia dónde se encamina si no es capaz de poner coto, con todos los recursos a su alcance, a la brutalidad descerebrada que destruye vidas, sueños y familias.