Como si, efectivamente, los dirigentes políticos quisieran hacer bueno eso de que a año nuevo corresponde vida nueva, este diciembre que cierra un 2011 aciago -el de los cinco millones de parados- ha cambiado por completo los escenarios. España estrena director de orquesta y un conjunto de solistas elegidos a su imagen y semejanza que llegan, según anuncian, con recetas distintas bajo el brazo. Europa, a la par, cambia de sones para ponerse a interpretar una partitura alemana. Podrán los Estados ajustar sus gastos hasta el estrangulamiento. Podrán los gobernantes imponer austeridad severa. Podrán las empresas y los ciudadanos desendeudarse a la velocidad de la luz. Probablemente sea necesario todo eso, y más, para superar este doloroso trance, pero si algo dejan nítido cuatro años devastadores es la necesidad urgente de que nuestra economía vuelva a crecer. El crecimiento, al hacer aumentar los ingresos, frena la hemorragia presupuestaria, posibilita mayores inversiones públicas y privadas, estimula las contrataciones de las empresas y anima a los particulares a comprar. Es el retorno al círculo virtuoso.

El mayor lastre para que España crezca está en la falta de competitividad de su economía, un defecto propio, estructural, que persiste desde hace tiempo, ajeno a los vaivenes de la negra coyuntura y enmascarado por las buenas rachas. El euro desactivó la vía de la devaluación monetaria, que abarataba nuestros productos y encarecía los del rival, para aliviar esta disfunción. Sólo resta una alternativa: la de corregir directamente con reformas las anomalías que originan las ineficiencias.

Los economistas señalan tres presidentes que hicieron lo que debían para garantizar la prosperidad del país al encarar sin titubeos y con valentía otros tantos instantes decisivos: Adolfo Suárez en el cambio político, Felipe González en la reconversión industrial y José María Aznar en la incorporación al euro. Gracias a su decisión en esos casos concretos, España superó etapas delicadas, aunque los tres han dejado sin resolver muchos problemas. Mariano Rajoy puede aspirar a pasar a la historia como el presidente de las reformas: la de los servicios, los contratos de trabajo, el déficit, los colectivos protegidos o escasamente liberalizados, la estructura territorial, la unidad de mercado... Puede abordar una transformación como nunca antes vivió este país para ser capaz de producir más y mejor que los demás a menor precio. Ese es su gran reto.

En un debate similar anda enfrascada una Europa que busca un ancla en la fortaleza alemana y su remedio en la terapia luterana de austeridad y eficiencia, frente a la más anglosajona de consumo y crédito. La última cumbre de la UE alumbró un proceso a medio camino entre la disciplina y la integración que sin colmar a los más exigentes muestra hasta qué punto la mayoría de los países está dispuesta a ceder soberanía con tal de salvarse en la moneda única.

Retrasar la toma de decisiones difíciles carece de sentido porque equivale a perpetuar el estancamiento y la penuria. Así parece entenderlo el nuevo presidente del Gobierno, que en su discurso de investidura fijó una tarea ingente a sus ministros con medidas de calado a ejecutar nada menos que en tres meses: elaborar el Presupuesto, una ley de estabilidad financiera, una nueva regulación laboral o el saneamiento del sector bancario. Si lo consigue, reafirmará que la política es más cuestión de voluntad que de tiempo.

En sus primeros días Rajoy intenta un ejercicio consciente de previsibilidad y sentido común para transmitir a la opinión pública que es serio y fiable, el envés del aventurerismo y la chistera de su predecesor. Una cosa son las palabras y otra los hechos, con los que ahora tendrá que hablar.

Algunos comentaristas han bautizado el discurso del líder popular como "el primero postautonómico", pues sin entrar en colisión con las comunidades ni poner en cuestión su autogobierno, ha planteado un nuevo marco homogéneo desde el que actuar: el de España como unidad a la que, con todo el diálogo que se quiera, hay que retornar para superar las taras que la inhabilitan. Fomentar los pleitos internos para buscar arreglo a las cuestiones trascendentales no es ni productivo ni operativo con la que está cayendo.

Nada es gratis. Los ciudadanos tienen que entender que el dinero que sostiene los servicios y prestaciones no llueve del cielo. Sale directamente de sus bolsillos. Si las reformas resultan inevitables, deben ser justas, con un reparto equitativo de las cargas. Se avecinan épocas de recortes drásticos y enormes sacrificios que no solo han de soportar las espaldas de quienes ya sufren mucho. El Gobierno puede pedir sudor y lágrimas pero tiene que predicar con el ejemplo.