La distorsión del lenguaje para hacer que las palabras pierdan su significado genuino es algo que padecemos de continuo. También cabe que se distorsione la eficacia del significado con el fin de rebajar su impacto y relativizar su trascendencia. Los maestros de la distorsión lingüística son los creativos publicitarios o, en Estados totalitarios de todo tipo, los servidores del aparato de propaganda y su propensión a la generación de una "neolengua". Pero también en Estados democráticos de Derecho como el nuestro se distorsionan los vocablos y conceptos desde el poder y desde la sociedad civil, incluso con propósitos que parecerían buenos si no fuera porque la distorsión semántica sólo puede conducir a la pérdida de calidad de las instituciones y al envilecimiento ciudadano, como todas las formas de manipulación y falsedad.

Distorsión lingüística fue la llamada "doctrina Parot", mediante la cual el Tribunal Supremo, influido sin duda por un comprensible clamor de indignación, pretendió disfrazar de alteración de un simple beneficio penitenciario (el régimen de redención de penas por el trabajo) la aplicación retroactiva y peyorativa de una verdadera norma de derecho penal material, encima creada no por los representantes del pueblo en sede legislativa, sino por los propios magistrados en sede jurisprudencial. Y ello con la finalidad de retrasar lo más posible la salida de prisión de sanguinarios terroristas ufanos de sus crímenes, a los que una Constitución angelical había salvado de su más que merecida condena a muerte.

Distorsión sería igualmente recatalogar los delitos de terrorismo de ETA como delitos de genocidio o de lesa humanidad para impedir la prescripción de los todavía no aclarados, según pretende un sector de las atribuladas víctimas. Estirar el Derecho hasta el punto de descoyuntarlo es, al cabo, despreciar la democracia, pues compete únicamente al Parlamento definir los contornos de las conductas acreedoras al reproche penal y de las sanciones correspondientes. Quien busque la justicia al margen de las leyes puede tener buenos motivos al respecto, pero entonces, por pura coherencia, ha de escoger la vía de la venganza privada, no impetrar de los jueces un desquiciamiento conceptual. Y si la distorsión, inspirada en el oportunismo populista, dimana del Parlamento mismo, el Estado acabará por reeditar en otro formato el bochornoso episodio de la doctrina Parot.

En el ámbito de la práctica política, ni que decir tiene, el lenguaje sufre tantas y tales distorsiones de sentido que ha devenido un elemento simbólico completamente independiente de la realidad. O eso creen, al menos, los líderes y portavoces de los partidos. No se trata sólo de que mientan acerca de lo que han hecho y de lo que verdaderamente proyectan hacer, sino de que el mensaje radica en la mera apariencia lingüística. Hablar no supone comunicar, sino sobre todo confundir, como la famosa "indemnización en diferido" a Bárcenas por parte del PP de que hablaba Cospedal. La realidad no resulta, pues, designada por las palabras: éstas son, a fin de cuentas, la realidad misma, sin que la ingrata vida de la gente bajo la Gran Recesión posea más relevancia que la que admita su constatación estadística.

Desde luego, donde la autonomía simbólica del lenguaje político alcanza sus más altas cotas es en el caso de los partidos nacionalistas. Ahí el discurso ideológico crea "ex novo" el agravio indispensable, la subjetividad nacional de la tierra pretendidamente ofendida, el Derecho natural que ha de primar sobre la Constitución positiva que se le oponga, la emoción compartida de la patria divina y eterna, los ritos y fetiches que la honran y la representan; en suma, un embuste colosal envuelto en una parafernalia espectacular. ¿Cómo es posible que semejante manipulación goce de receptividad popular tan amplia y que incluso la izquierda no nacionalista, supuestamente heredera de los valores de la Ilustración, vea la peluca de Kant donde debería ver únicamente barretinas y txapelas mentales? Esta pregunta se la han dirigido muchos historiadores al pueblo alemán del período nazi y a la "intelligentsia" occidental cegada por el estalinismo. La respuesta la encontramos, por ejemplo, en un magnífico libro de dos comunicólogos catalanes, Lluís Duch y Albert Chillón, titulado Un ser de mediaciones (Herder, 2012). Las narraciones míticas, nos dicen, actúan como antídotos litúrgicos contra el angustioso absolutismo de la realidad y tienen a veces efectos anestesiantes. Y es que el ser humano es un "animal symbolicum" que precisa sentirse incluido en comunidades imaginarias y sumergirse en un ficticio "nosotros" que atenúe la responsabilidad y el vértigo propios de su condición solitaria.

Finalmente, otro consumado corruptor del lenguaje es el Tribunal Constitucional. Con el fin de no invalidar las leyes contrarias a la Constitución, a veces prescinde del enunciado lingüístico y "reconstruye" la norma contradiciendo sin rubor su mismo tenor literal: es decir, legisla. Tras la sentencia del TC, la disposición legal no es ya la aprobada por las Cortes, sino aquella que el Tribunal ha "descubierto" mediante una interpretación manipulativa del texto que la contiene. La STC 31/2010 sobre el Estatuto de Cataluña ofrece impresionantes muestras de esta forma de ventriloquía, por lo demás ni reconocida ni agradecida en los airados medios nacionalistas. Ahora el TC se encuentra con otro asunto sumamente delicado: la impugnación por el Gobierno de la "Declaración de soberanía y del derecho a decidir del pueblo de Cataluña", aprobada mediante resolución del Parlamento autonómico de 23 de enero de 2013.

Esta Declaración proclama el "carácter de sujeto político y jurídico soberano" del pueblo catalán. Nada menos. La contradicción con lo que establece la Constitución en su artículo 1.2 ("La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado") es tan evidente que ni siquiera el TC podría negarla. Pero ya ha trascendido que aquellos magistrados elegidos a propuesta de nacionalistas y socialistas tratan de desactivar el caso negando que la proclamación tenga efectos jurídicos. Se trataría, pues, de una mera manifestación de efusión política sin trascendencia jurídica alguna y, en consecuencia, de un acto no justiciable. Otra distorsión, en suma, ya que el Parlamento de Cataluña es un poder público que ha expresado su voluntad en el marco de un procedimiento jurídicamente reglado, no un ciudadano particular o una asociación o entidad privada.

Debe tener mucho cuidado el TC: cuando el supremo intérprete de la Constitución renuncia a la tutela de ésta para implicarse en la lucha partidista -y en medio de un claro intento de destruir la unidad del país-, no sólo pierde su propia "auctoritas", sino que compromete la viabilidad misma del Estado de Derecho, o sea, del proyecto de convivencia bajo el imperio de la ley que establecimos los españoles en 1978.

Ya decía el filósofo Julián Marías que la corrupción de la lengua es uno de los factores más eficaces de corrupción social.