El lápiz de la luna

El elefante en la sombra

El elefante en la sombra

El elefante en la sombra

Elizabeth López Caballero

Elizabeth López Caballero

El otro día leí El elefante en la sombra, un álbum ilustrado que cuenta la historia de un elefante que se siente triste, sin ganas de hablar. Entonces, los animales que hay a su alrededor se empeñan en hacerle reír. Primero aparece el mono, que sabe contar chistes, pero no hace sonreír al mastodonte. Luego insisten las hermanas avestruz, que son unas grandes bailarinas, pero ni siquiera con sus gráciles pasos de baile consiguen sacar al mamífero de la sombra. Aun así, otros animales se esfuerzan por evitar que el elefante sienta lo que está sintiendo. De repente aparece un ratón que, exhausto, se deja caer a los pies del paquidermo. El roedor solo quiere descansar. Ambos permanecen en silencio, uno junto al otro. Más tarde, el ratón le cuenta su historia y ambos animales lloran. Una vez que han liberado la pesada carga de sus penas se ponen en marcha y van en busca de la casa del ratoncito. Hace unos días estaba triste: un pequeño achaque en un ojo me asustó, sobre todo, porque pensé que no podría volver a leer o a escribir. Tranquilidad, en unos meses estaré como nueva, no se alarmen. Pero, esos primeros días, también estaba en la sombra como el animal del cuento. En más de una ocasión recibí comentarios del tipo «tienes que sonreír más». «Alegra esa cara». Sinceramente, lo menos que me apetecía en ese momento en el que no veía por un ojo era sonreír o alegrar la cara. En más de una ocasión, y muy atípica en mí esa respuesta, ya que intento siempre ser correcta, contesté: «No me da la gana». Porque sencillamente no me daba la gana sonreír. Porque realmente, detrás de ese «alegra esa cara» hay mucho más que la preocupación de que tú estés triste. Detrás de esa expresión lo que hay es el miedo y la incomodidad del otro a lidiar con una emoción que no nos gusta. Porque nos han educado para vivir en la cultura del bienestar y la felicidad perpetua. Y si no estamos felices, incomodamos. No sabemos qué hacer con esa persona que está frente a nosotros sintiendo algo que se supone que no debe sentir. Y nos volvemos como el mono contador de chistes o como las hermanas avestruces danzarinas. Lo que sea con tal de que ese trozo de carne que tienes en medio de la cara se estire de lado a lado. Entonces solo así se ordena todo el caos del otro. ¡Qué actitud tan egoísta! Menos mal que siguen quedando ratones que escuchan sin juzgar. Porque al final, cuando uno está en la sombra, lo único que necesita es que alguien repose a su lado y mire al infinito con él y acompasen el lento latir de sus corazones. Sentir tristeza, ira, miedo o cualquier otra emoción que no sea la felicidad no es malo. Lo malo es reprimir esas emociones porque el mundo no comprenda qué hacer con ellas. Hay que aprender a sentir y a gestionar. Las emociones son aprendizajes, nos ayudan a saber si vamos por el camino adecuado o no. Son el GPS de nuestra vida. Cuando aparecen, solo tenemos que pararnos a observar si debemos recalcular ruta.

Suscríbete para seguir leyendo