Santo súbito

El gomero Antonio Borge se adelanta a Benedicto XVI en el reino de los cielos

El papa Francisco, ante el féretro con los restos mortales de Benedicto XVI

El papa Francisco, ante el féretro con los restos mortales de Benedicto XVI / Efe

Fernando Canellada

Fernando Canellada

Las exequias de Benedicto XVI, presididas por el papa Francisco, congregaron a 130 cardenales, 3.700 sacerdotes y dirigentes de 17 países, entre unas 50.000 personas en el Vaticano. El entierro de Antonio Borge, el gomero que fue hallado muerto el pasado martes en acera de la Avenida Marítima, corrió a cargo de los Servicios Sociales, en soledad, por empleados de una funeraria. En la plaza de San Pedro se escucharon gritos de «Santo súbito». Si releemos las enseñanzas de Jesús de Nazaret al que dedicó su vida y su obra Josef Ratzinger, Antonio Borge ha sido recibido en la Casa del Padre antes que el papa emérito. «Bienaventurados los pobres porque de ellos es el reino de los cielos», escribió Mateo. Y en el Sermón de la montaña nada se decía de teólogos, cardenales ni papas.

El obispo Ramón Echarren nos iluminó con esa enseñanza en un ocasional encuentro en la calle Obispo Codina, propiciado, años atrás, por Pepe Alonso. Al preguntarle por la jerarquía eclesiástica española de la que había formado parte en la Transición democrática, el vasco Echarren zanjó el cuestionario con un evangélico argumento: «los publicanos y las prostitutas nos precederán en el reino de los cielos».

Antonio Borge, tras sufrir una agresión.

Antonio Borge, tras sufrir una agresión. / J. B.

Antonio Borge no era de esos, solo era un ‘sintecho’. Tenía 85 años. Estaba sucio, mal vestido, olía mal y arrastraba todas sus pertenencias en dos grasientos carros de la compra. «La muerte me sigue, la vida me huye», parecía decir este testarudo gomero, tal como escribió Séneca. Todas las noches pasábamos a su lado cuando se recostaba sobre las baldosas, entre mantas, plásticos y cucarachas, protegido de la brisa atlántica por un buzón de la Avenida Marítima. Era marino mercante jubilado, curtido en cuerpo y alma, con recuerdos de la inmensidad del mar y de una fugaz infancia tinerfeña. Tenía su dinero, su tabaco, su alimento y abrigos. Fumaba sin descanso. Lo que definía a Antonio Borge era la falta de un techo. Le faltaba todo lo que supone vivir en un hogar verdadero. Así superó la pandemia, sin mascarilla y en las calles. Su defensa era la distancia social. Pocos se le acercaban. Y entre esos pocos, algunos desalmados le agredieron para robarle.

Lo que definía a Antonio Borge era la falta de un techo, le faltaba todo lo que supone vivir en un hogar verdadero

Estamos en una sociedad de bienestar y resulta impresentable tener a tantas personas en la situación de Antonio Borge. ¿Se puede hablar de culpables? ¿He podido escoger un padre que no fuese alcohólico o drogodependiente o una madre prostituta o me han venido impuestos?

Queda claro, por lo que estamos comprobando por aquí y fuera de aquí, que para las administraciones públicas las personas sin hogar son molestas. Los poderes públicos ofrecen respuestas aisladas tratando de parchear la situación. Todos tenemos una responsabilidad personal y colectiva. No podemos imaginar que es morir y que nadie te eche de menos. Aunque se gane el reino de los cielos antes que un papa, no tener a nadie es la mayor intemperie.