La opinión del experto

La lucha contra el instinto de conservación de energía

Incendio en Tenerife

Incendio en Tenerife

Martín Caicoya

Martín Caicoya

Hay quien dice que la vida era mucho mejor para los humanos en el Paleolítico. Imaginan pequeñas bandas de cazadores recolectores, sin más autoridad que la de las costumbres que los niños adoptarían mediante imitación, castigo y recompensa; dieta frugal a base de frutas, bayas, raíces y alguna proteína animal, cierto nomadismo, pocas dependencias materiales, escasa presencia de enfermedades infecciosas contagiosas, de cáncer, diabetes, enfermedades cardiovasculares, obesidad o hipertensión. Una vida idílica que se frustró cuando empezamos a dominar la naturaleza: la domesticación del trigo, el arroz, el maíz, en diferentes civilizaciones, y de animales para la defensa, el trabajo y la nutrición. Las costumbres pasaron a ser normas impuestas por el poder, aparece la propiedad, el hacinamiento, las enfermedades infecciosas, la hipertensión y la obesidad, el cáncer y las enfermedades cardiovasculares. Porque el animal, que es el ser humano, llegó a serlo entre otras cosas, merced a su eficiencia calórica. No es muy grande, aprovecha en el mejor de los casos, el 25% de las calorías de la glucosa o los ácidos grasos y las proteínas, cuando, tras los primeros pasos metabólicos, se precipitan en lo que se denomina ciclo de Krebs dentro de las calderas celulares que son las mitocondrias. Allí, en presencia de oxígeno como comburente, se trasforman en CO2, agua y, en el caso de las proteínas, también nitrógeno. En esas reacciones, propiamente, incendios, se va generando energía que se acumula en una pilas eléctricas, ATP, pilas que alimentarán los motores: los músculos cuando se contraigan, las neuronas cuando activen las sinapsis, las enzimas cuando transporten en la sangre. El metabolismo es propiamente un incendio que produce calor no aprovechable, no absorbible por el ATP. Ese exceso es la ineficiencia. En los animales de sangre caliente, como nosotros, parte lo usamos para mantener la temperatura en 37 º C, el resto lo disipamos, más cuanto más gastemos, cuanto más metabolicemos.

Así que tenemos una eficiencia calórica muy similar a las máquinas. Baja pero más que suficiente, sobre todo ahora, en época de sobreabundancia de alimentos altamente calóricos. Porque los fabricantes han logrado diseñar alimentos muy densos en energía y muy apetitosos a precios reducidos. Son los que prefieren los niños y también los adultos que se dejan tentar. Como nos hemos dejado tentar estos días que además regamos con alcohol. Al alcohol se le acusa de aportar calorías vacías, un concepto que quiere señalar, creo, la ausencia de minerales y vitaminas y proteínas. Lo mismo que el azúcar refinada y casi lo mismo que los aceites muy refinados: su composición es puramente ácidos grasos. Cada gramo de alcohol lleva siete kcal, comparado con cuatro del azúcar y nueve de la grasa.

Aquellos cazadores recolectores, lo mismo que otros animales, no encontraban comida regularmente y cuando lo hacían se atracaban. Porque esos alimentos que se desperdiciarían, los incorporaban a su organismo en forma de grasa, una despensa para eso periodos, cortos o largos, de escasez. El cerebro, como el más poderoso Leviatán, sabía, y sabe, casi todo lo que ocurre en el cuerpo. Se da cuenta de que ese cuerpo está metabolizando las reservas, tan preciosas. Interpreta que ha entrado en un periodo de escasez. Y ordena al metabolismo que gaste menos: hiberna hasta el límite todas las actividades de mantenimiento. Incluso es posible que le ordene transformarse en un ser pasivo, plácido, con la mínima actividad espontánea. El resultado es que las pérdidas se reducen y las reservas duran mucho más tiempo.

Esa facultad tan preciosa en otro tiempo es el mayor obstáculo para perder peso. El obeso hace un esfuerzo reduciendo su ingesta por encima del gasto: su organismo acude a las reservas para mantenerse vivo. El cerebro poco a poco va acomodando el metabolismo basal de manera que pasados unos seis meses en los que pudo perder hasta 10 kilos, la restricción calórica ya no se premia con la pérdida de peso. Al contrario, parece que, llegado a ese valle, empieza poco a poco a ganar kilos. Y a perder toda esperanza: ¿qué hacer?

Lo mejor, desde luego, es no llegar a esa situación, no cargar con una despensa cuando puede estar en la tienda. Pero es difícil porque estamos abocados a ello, inscrito en nuestra naturaleza, sobre todo si saboreamos alimentos dulces o grasos. Se despierta un instinto de aprovechamiento que solo la razón puede detener. La razón y el hábito.

Y si ya ganó peso, perderlo es difícil pero no imposible. Se precisa humildad, tiempo y tesón. Ir poco a poco, gramo a gramo, lo mismo que gramo a gramo se fue ganando la mayoría de las veces. Acompañarlo con ejercicio. Las personas de hábito delgado gastan de media unas 350 calorías diarias más que las de hábito obeso. Porque se mueven más: hacen más gestos con los brazos, se levantan con más frecuencia, se retuercen en el sofá. Es lo que se denomina gasto calórico no dependiente del ejercicio. Un gasto, o un ahorro, que en un mes supone más de un kilo. Esa placidez del obeso, no sabemos si genética o adquirida, es otro obstáculo para perder peso.

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