Análisis

In memoriam

Magdalena Cantero formó parte de la alianza de las artes contra la dictadura en la que la poesía explicaba los himnos que atravesaban el aire enrarecido del país

In memoriam

In memoriam / Juan Cruz

Juan Cruz

Juan Cruz

En aquel entonces, cuando Franco mataba para posponer su muerte, hasta los cobardes fuimos reclutados para afrontar con la cabeza alta el riesgo de la clandestinidad. En La Universidad, que entonces era una, la de La Laguna, poetas y otros estudiantes se reunían en mi casa para configurar, en la parte de atrás, adonde no llegaba el olfato de la policía, un periódico prohibido, el Frente Democrático, un opúsculo que alertaba a sus compañeros de las acciones que debían llevarse a cabo en las facultades para que no se olvidara que allí había un pueblo en lucha. Tenían allí, en la trasera de aquel caserón viejo con patio descuidado, la multicopista, se juntaban como convocados por la intuición, que era como el wasap de aquellos años, y hacían como que rezaban consignas que luego se imprimían como titulares de la lucha.

Yo tenía miedo, esperándolos dentro de la casa, a la espera de ahuyentar cualquier atisbo de vigilancia ajena, hasta que un día sonó un estruendo en la puerta de la calle y entonces vi que ya avisaba con sus dientes el infierno. Eran unos amigos ruidosos de la madrugada, así que grité, y me oyeron los reunidos, «¡no es nada!», mientras mis amigos se preguntaban qué demonios era lo que parecía una máquina de escribir sonando desde aquel patio en el que no había sino un cobertizo para guardar los cubos de invierno.

Esas fechas de la vida en Canarias tenía epicentros muy concretos, el de La Laguna, aquel de Gran Canaria en el que se desarrollaban actividades que el régimen consideraba subversivas, estudiantes y obreros, pescadores y manifestantes. De pronto la calle fue tomada, no sólo por universitarios u otros estudiantes, sino también por los poetas que dejaron la clandestinidad para empezar a gritar sus versos, en las actividades antifranquistas y también en las reuniones que organizaron los mismos que imprimían hojas clandestinas para esparcirlas en la entonces única universidad de las islas, la de La Laguna.

En esa lucha de verbos contra el régimen sobresalió la figura de Agustín Millares Sall, de cuyos ojos no me olvido, igual que no me olvido de su modo de recitar, como si fuera parte de una ola que, en versos, era el mar mismo. Él estuvo, con González Barrera, con Lezcano, con muchos otros, en aquel encuentro poético que fue como un manifiesto a favor de la razón de vivir de otro modo, sin miedo, esperando la luz que se cerraba, pero de la que había siempre un resto en el bar de la Universidad o en el Paraninfo. Había estudiantes en la cárcel, los periódicos salían tachados por la censura, en el jardín de mi casa había palabras, proclamas y miedo, y en el Paraninfo pasaba con fuerza la poesía.

Aquel recital inauguró, para muchos, una novedad: se podía decir sin miedo lo que ya se decía en otras universidades españolas, y eso pronto se podría decir fuera del campus, en los pueblos, en Sardina, por ejemplo, en las calles. El aliento de la poesía mejoró el aire disociado del archipiélago, y el líder, el vocalista supremo de aquella voluntad, fue Agustín Millares, de la enorme tribu de los Millares. Un día vino Toni Gallardo a mi casa de Santa Cruz, me dijo que me sentara ante la máquina y me pusiera a escribir. Era el Manifiesto del Hierro. Cuando terminé de pasar a limpio su proclama me ordenó: «No tengas miedo. Ya puedes abrir las ventanas».

En aquel tiempo, se estaba fabricando una alianza de las artes contra la dictadura, y era la poesía, sobre todo, la que explicaba los himnos que atravesaban el aire enrarecido del país, y de Canarias, para abrir una esperanza que a veces se convertía en catástrofe, como cuando el comisario Matute se ensañaba con los estudiantes hasta el asesinato.

En aquella tribu había mujeres, naturalmente, y una de ellas, que los sobrevivió a casi todos era Manena Cantero, mujer de Agustín, cuñada de innúmeros artistas, madre de artistas, que acaba de morir a los 93 años en Gran Canaria. Ella era la «Miriam Magdala/ Magda o Magdalena» que homenajeaba en los setenta su marido, antes de decir él mismo estos versos: La muerte inevitable que me llega/ En sueños me da vueltas/ Sin navegar el barco me marea/ Demandando la idea/ Reclamo tu presencia.

Ese modo de decir marcó la vida de aquella poesía; ella dijo, años después, que él era un poeta de la calle, y ella conservó su sonido, le dio aire, lo dijo a los cuatro vientos. «Era un poeta de viva voz». Su hijo Óscar dijo en seguida que se supo que su madre había muerto, que aquella que había fallecido prefería brindar con «Salud y República». Ese saludo entonces resultaba revolucionario y en él se criaron los hijos, el propio Oscar, Agustín, Sergio, Layo, hijos de todas las edades del tiempo de estos Millares, una dinastía que no cesa de repetir el sonido del arte que ayudó a entender que la lucha de aquella época no era clandestina sino pura, entregada a la política porque la política era parte indisociable de la poesía.

En aquel entonces, pues, aprendimos a decir no al miedo, aunque nos muriéramos de miedo temiendo que la policía, con sus martillazos en la puerta, diera fin a los poemas clandestinos que fabricaban, entre otros muchos, los herederos de Agustín, de Gallardo, de Lezcano, de Monzón y, naturalmente, de Miriam Magdala… La poesía no descansaba en paz, y ella, año a año, no permitió tampoco el olvido.

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