A la intemperie

Jamás

Una mujer a punto de tomarse unas pastillas.

Una mujer a punto de tomarse unas pastillas. / Verónica Pavés

Juan José Millás

Juan José Millás

Eran las cuatro de la tarde cuando el suicida recogió el cóctel de comprimidos que venía acumulando desde el año anterior, se despidió de su mujer y tomó un taxi en el que se dirigió al hotel en el que había decidido quitarse la vida. Le dieron una habitación con vistas a la calle a cuya ventana permaneció asomado unos minutos. Había mucho tráfico, y muchos transeúntes, como siempre a esa hora. Le llamó la atención la agudeza que de repente había alcanzado su mirada. No sólo veía los coches, sino que, al mismo tiempo, veía cada coche en particular. Distinguía cada marca y repasaba su vida con relación a esas marcas. Había tenido un Seat de joven y luego un Renault, y más tarde un Volkswagen, y ahora guardaba en el garaje un Toyota de alta gama al que apenas había hecho treinta mil kilómetros. Le quedaba cuerda para rato.

Iba despidiéndose del tráfico, de los automóviles, de la gente que se movía por las aceras ajena al hombre que la observaba desde el tercer piso de un hotel de cuatro estrellas. Habitación doble, con albornoz en el cuarto de baño, aunque él se moriría vestido, incluso calzado. Lo encontrarían sobre la colcha de la cama, seguramente en posición fetal. Se acostaría bocarriba, pensó, pero cuando empezara a notar los efectos narcóticos del cóctel se pondría de costado y se encogería sobre sí mismo. Se preguntó si se contaba todo esto para hacer tiempo, para retrasar el momento definitivo. Dejó sobre la mesilla de noche el móvil en modo de silencio, las llaves, la cartera y un par de pañuelos de papel. Al hacerlo, vio sus manos, reparó en ellas, en sus dedos, con todas las uñas bien cortadas. Después de muerto, no volvería a verlas nunca más.

Fue al cuarto de baño, llenó un vaso de agua y empezó a sacar las pastillas del bote en el que había ido acumulándolas. Mientras se miraba con una intensidad desusada en el espejo, fue arrojando los ansiolíticos al lavabo en vez de metérselos en la boca. Luego abrió el grifo y dejó que el sumidero se los tragara. Unas horas después regresó al hogar, donde besó a su mujer como un muerto y donde, igual que un muerto, se puso a ver la tele. Ya avanzada la noche, se metió en la cama como un muerto y supo que, aunque no se había suicidado, jamás regresaría del todo al mundo de los vivos.

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