Confusión digital

Confusión digital

Confusión digital

Armando Ojeda

A menudo recurrimos a hablar de la llamada ‘brecha digital’ para aludir, por ejemplo, a la fractura social que se produce entre el segmento de la población que conoce, domina y tiene la posibilidad real de poder permanecer conectado a los espacios digitales y aquél otro que carece de los medios o de la mínima formación necesaria para ello. Una cuestión que, en efecto, divide a la sociedad… y que podemos circunscribir a situaciones que se dan más a menudo de lo deseable.

En general, cuando se presenta al gran público una cuestión relevante que se ha suscitado en torno a la tecnología y a su desarrollo se tiende al reduccionismo, a la simplificación y al empleo de memes o imágenes potentes, que invitan emitir juicios de valor absolutos sobre si conviene o no propiciar ese avance tan alucinante que nos acerca un poco más al futuro.

Como si pudiéramos elegir. La historia nos dice que la especie humana va a seguir explorando al máximo las posibilidades de sus nuevos adelantos tecnológicos, porque así ha sido desde que el primer homínido cogió un palo y lo convirtió en una herramienta. Sólo las cuestiones éticas (a las que recurrimos mucho menos de lo que cabría esperar) o el ecosistema capitalista (que por sí solo determina qué prospera y qué no) encauzan este desarrollo tecnológico.

Algo paradigmático al respecto es lo que se vive en este 2023 con el impactante efecto que ha tenido el ya célebre chat GPT 4 en medios de comunicación y masas. No han faltado las opiniones que, con conciencia post-apocalíptica, nos alertan de los peligros de un inteligencia artificial capaz de tomar decisiones relevantes por sí misma y sin atender a nuestros intereses como especie. Pocas han sido las que han aludido al chat GPT como lo que es: en esencia (que me disculpen los especialistas), un sofisticado generador de texto que nos permite ahorrarnos mucho tiempo y esfuerzo en tareas mecánicas y de gestión de datos.

Es más, se han aludido a esos peligros de la IA, terrible herramienta que permite la manipulación de imágenes y vídeos y propicia la desinformación. Cosas que ya existían y se han venido empleando recurrentemente antes de que Open IA presentara su epatante nuevo chat. Que, por cierto, ha cogido con el paso cambiado a muchas gigantes tecnológicas (y no tecnológicas), que buscan el tiempo necesario para igualar el escenario de capacidades y no ver amenazada su posición dominante en el mercado. Porque esto sí que tiene todos los condicionantes para ser la gran revolución inmediata.

En síntesis, y una vez más, se ha producido entre la audiencia y los grandes medios un efecto de confusión digital, atribuyendo a un avance propiedades que no son inherentes al mismo y simplificando sus efectos. Es cierto que podemos abrir un debate interesante sobre los peligros de la IA, y que cualquier adelanto en ese campo nos invitará, de nuevo, a pensar como un invento tan maravilloso como la televisión fue explotado de primeras por los nazis y los aficionados a la propaganda política extrema. Es cierto, también, que el principal peligro seguimos siendo nosotros mismos, capaz de convertir en arma el ingenio más sofisticado.

Y no es más cierto, como diría el jurista boomer, que en todas estas historias todo el mundo parece tener una sólida opinión sin apenas conocer el invento. Esto es, sin haberlo probado, utilizado, evaluado y sopesado de primera mano. Cuando a un profesor le cuentan que sus alumnos han hecho los deberes con el Chat GPT se escandaliza; cuando le comentan que el mismo chat le puede elaborar la programación del año pone cara de póker. Es así.

Como gamer retro, aficionado al ocio digital pretérito a internet, todas estas polémicas me han invitado a pensar, de nuevo, en las grandes opiniones creadas sobre el universo de los videojuegos. Todos los debates radicales sobre sus riesgos y peligros, con gran y nefasto impacto en la salud, la obesidad, la violencia y los peores instintos y tendencias que pueden aflorar entre los adolescentes por su mero uso. Debates en los que a menudo han faltado, justo, los usuarios.

Opiniones y valoraciones que se han vertido sin un mínimo conocimiento de estos espacios digitales lúdicos, pero también formativos, pioneros en la innovación y generadores de una verdadera cultura que ahora apenas comienza a reconocerse y ponerse en valor. Y no digo que sea bueno, en absoluto, jugar 18 horas seguidas al Call of Duty. Es, simplemente, el sentimiento que me despiertan estos grandes temas de actualidad. Es más que probable que la primera gran confusión digital se diera, precisamente, con los videojuegos. Allí donde tanto se ha opinado de oídas.

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