Observatorio

Voces en la madrugada

Voces en la madrugada

Voces en la madrugada

Qué has aprendido de este país?», me dice una confusa voz en medio de la madrugada, en mi desvelo. «Me gustaría aprender más», le respondo, perdido en la oscuridad. Me gustaría, por ejemplo, recorrer Atacama, contrastar con la realidad los míticos sentimientos de la adolescencia, cuando la cantata Santa María de Iquique atronaba mis ratos de estudio. Al menos sé, por ejemplo, que no es posible recorrer la verdes alamedas que ensalzaba Quilapayum. Las alamedas y los castaños de Santiago sufren de un estrés hídrico que los inhabilita para cualquier escenario mítico. Aquí, como en todas partes, el desierto avanza.

He aprendido algo más. Que no se puede llevar a cabo un proceso constituyente ante la indiferencia de la ciudadanía. Paseo por la tarde hacia el mar. En mi camino yacen por el suelo, desconsolados, sin que nadie le preste atención, las fotos de los candidatos a la Comisión que ha de cerrar el proyecto constitucional elaborado por veinticinco técnicos. ¿Cuál puede ser el resultado de una votación obligatoria sobre una Constitución obra de técnicos que culminará una campaña inexistente, respondida con el desprecio general? Sea cual sea el resultado, carecerá de energía política. Vinculará con la fuerza puramente coactiva de la ley. No producirá el afecto de la ciudadanía, esa fuerza simbólica de las instancias que unen.

Aquí mucha gente se pregunta cómo fue posible que se dejara pasar la ocasión de aprobar una constitución que significaba un avance manifiesto. Personas amigas, de un indudable talante progresista, como la Prof. Pamela Soto, de la Universidad Católica de Valparaíso, o Ricardo Espinoza, que me ha traído aquí, apoyaron el proyecto de Constitución. Sus razones acerca del importante beneficio social, político y cultural que habría traído al país, además del valor simbólico de dejar atrás la constitución de Pinochet, son muy convincentes. Su perplejidad ante la derrota, al margen de los errores retóricos de planteamiento, es la mía. Mientras Chile no se explique la lógica de esa oportunidad perdida no podrá disponer de un sentido de responsabilidad histórica.

Mientras tanto, he aprendido que una constitución neoliberal de la vida social lleva a los pueblos al colapso. La indignación latente podrá llevar a la insurrección de un nuevo estallido social, pero su productividad política ya es conocida. La idea de que los estallidos tendrán un poder destituyente es falaz. Cuando pasen, dejarán a los pueblos sumidos en la más paralizante impotencia, en la indiferencia política. Eso fortalecerá lo que se deseaba destituir. No se puede vivir sin instituir. Vitam instituere, decían los antiguos, reconociendo un imperativo radical de la vida humana. Si no se repliega la radicalidad destituyente, nunca se cambiará un ápice lo existente. Y entonces el pensamiento dejará a los pueblos sin vida común.

El neoliberalismo vive de lo apolítico. El programa radical destituyente promueve la exterioridad de la política y se torna aliado de lo existente. El resultado para las clases populares de esta irresponsabilidad de cierta izquierda es la condena a enfrentarse a la vida económica desde la soledad individual. Eso deja en las gentes la amargura ante la brutalidad de unos precios desorbitantes, más altos que en España, en un país en el que el salario medio es mucho más bajo. Esa situación entrega la vida de los solitarios particulares a la búsqueda de ingresos de forma intensa, continua, cruel. La vida reducida a la supervivencia no puede vincular a la gente con sus instituciones. Estas llevan implícita una promesa de seguridad, de consuelo, de alivio. Si no la cumplen, la gente se entregará resignada a su propio sufrimiento. Será más bien tonto que le obliguen a pronunciarse sobre una Constitución elaborada por veinticinco técnicos.

Lo que me gustaría saber es si este es nuestro futuro o nuestro pasado. En todo caso no es nuestro presente, pero me pregunto qué hay en España que pueda impedir que avancemos hacia Chile si determinado sentido de la vida de ciertas elites y fuerzas se impusiera en España sin resistencias y obstáculos, internos o europeos. «¿Qué aprendes de tu propio país cuando lo miras a quince mil kilómetros de distancia?», me dice esta incómoda voz que no me deja dormir. Y entonces, en este estado de confusión y duermevela, llega hasta mí el olor del bosque quemado en marzo y abril, los meses en que las aguas eran generosas para los trigos tardíos; o el olor del barro seco de Doñana y de tantos pantanos polvorientos; y esa sensación amarga de la hierba agostada al poco de nacer, apenas brotando de las duras sementeras.

El sabor de la catástrofe ambiental es más áspero en medio de la soledad de la madrugada, desde luego. Pero se convierte en intragable cuando llega acompañado del ruido de políticos cínicos, irresponsables y desvergonzados que pretenden convencernos que salvarán Doñana autorizando más regadíos. Entonces comprendes la diferencia entre los dos países. Chile prepara la Constitución ante la indiferencia y el silencio general. España se hunde en el barullo general por un artículo de la ley del sí es sí. La irresponsabilidad social es la misma. El medio de imponerse diferente. Aquí todo pasa en un lejano silencio. Allí, en España, el ruido exaltado por todo oculta la irresponsabilidad; la tapa, la enmascara, la expande con perverso cinismo. Si Chile es nuestro futuro dependerá de si esa política deliberadamente exaltada se impone o fracasa.

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