Le Fumoir

Las Cartas del Boom

Mario Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa

Javier Puga Llopis

He estado leyendo estos días «Las cartas del Boom» (Ed. Alfaguara), una compilación epistolar entre las figuras de la última gran corriente literaria del XX, cuyo influjo llega hasta hoy. El libro está armado como un diario íntimo de un grupo de amigos y una guía sentimental de un momento concreto de la historia. «Las cartas» es una revelación de secretos oficiales que fija la taxonomía de esa tribu de letraheridos, cuestión ésta nada pacífica y no siempre sentenciada. Como en las bandas de música, el «Boom» son: Fuentes, Cortázar, García Márquez y Vargas Llosa. Esa generación mágica, que alberga dos Nobel y dos que pudieron serlo, encontró modelo e inspiración en dos Austrias mayores literarios: Borges, un patriarca sedente, un ciego que todo lo ve, y Octavio Paz, un profeta volador, cuya estela de canchero bon vivant todos persiguen. Los cuatro jinetes del Boom serían los apóstoles de un evangelio nuevo, un mensaje americano y universal. Su galaxia disforme tuvo satélites que se creían estrellas, y planetas que no sabían que lo eran –Carpentier, Cabrera, Rulfo…-. La lectura de esas misivas ágiles, billetes teñidos del entusiasmo vital del que sabe que está haciendo algo grande, permiten al lector levantar el velo de la personalidad de cada uno de sus remitentes, que hasta ahora sólo intuíamos en la filigrana de los personajes de sus obras. Durante ese peep-show vemos por el ojo de la cerradura cómo se cruzan mensajes que son trallazos de amistad verdadera, muy alejada –al menos en apariencia- de las envidias y miserias que nos habían contado del oficio. En estos «Beatles» sudacas, Cortázar resulta el más tímido y militante, huraño y entrañable, el más amigo de sus amigos y el más prolífico cartista. Es el decano y el arquero del equipo. Fuentes es su Embajador, un dandi flamboyant ávido de acción y capaz de dar resonancia a las obras de sus cuates en los Estados Unidos, donde gozaba de una influencia arcangélica con la que los demás apenas soñaban. Vargas, una elipsis a lo largo del libro, es el «enfant terrible» visionario de ese rat-pack de escribidores, y GGM, el más arraigado en ese triángulo invertido que es la América hispana, deviene, en su lúcida locura, a ratos Quijote, y a ratos Sancho. El amor-odio por los EEUU atraviesa todo el texto, como contrapunto a la recién nacida revolución castrista. París y Barcelona son puertos francos en esa dicotomía. Los gringos, el diablo que les tienta con sus dólares sucios de capitalismo y sus apabullantes universidades, el camino más corto al pecado burgués. Salvo Fuentes, todos estaban a la cuarta pregunta. Cuba es la Arcadia a la que todos miran con más o menos devoción, la Mater Salvatoris del proletariado y de la intelectualidad. Pero ese mito nacido en el 59 se derrumba con estrépito sobre sus brillantes cabezas tras la explosión, una década después y en pleno viaje utópico, del caso «Padilla». Ese auto de fe es una cuchilla de afeitar que les raja su garganta idealista, haciendo que se hagan mayores de una y que vean la realidad con vértigo de adulto. Se huele la sangre y aflora en sus mensajes de entonces el sabor acre del miedo y la soga áspera de la angustia, ante ese altar ideológico en el que se les quiere sacrificar, en lo que fue su particular historia de la infamia. En el trance, Cortázar necesita que su idealismo naif aplaque su estupor. A «Gabo» se le llena el cuarto de mariposas amarillas y mezcla sordera con pragmatismo. Vargas burla la delación por lo alto, con un artículo valiente que lo marcaría para siempre. Fuentes elude al Golem librando batallas antiguas contra tiranías más domésticas. Luchan entonces por no morir en la asfixia de la servidumbre, por sobrevivir como amigos y no dejar caer su arte en la deshumanización de la zafra castrista. No hay heroísmo en el terremoto, pero sí dignidad. Contra los viejos caudillos vivían mejor. Los cuatro son gregarios de una cuadrilla sin jefe, pero se saben arietes de su tiempo. Entre esas dos bisagras que giran en sentido opuesto gravita ese magnífico cuarteto, como portón de la literatura universal. «El Coronel» decía que la muerte no llega con la vejez, sino con el olvido. Este magnífico libro los recuerda como las leyendas vivas que son.

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