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Teoría de la conllevancia

La orteguiana conllevancia es un reconocimiento de que el conflicto centro-periferia no tiene solución plena

El rey recibe al PNV como parte de la ronda de consultas para la investidura

El rey recibe al PNV como parte de la ronda de consultas para la investidura / Sebastian Mariscal Martinez

Antonio Papell

En la encrucijada política actual, que está a expensas de las formaciones nacionalistas periféricas como acaba de verse en el arranque de la legislatura, la orteguiana conllevancia es un reconocimiento de que el conflicto centro-periferia no tiene solución plena: los independentistas no cesarán en su inclinación separatista, que el Estado nunca podrá aceptar. Estamos, pues, condenados a un forcejeo perpetuo, a un ir y venir como el de Sísifo. Pero no seríamos ilustrados ni siquiera inteligentes si no tratáramos de avanzar racionalmente hacia un equilibrio más amical y estable.

Este avance tiene que consistir en una serie de gestos para la paz, incluso una amnistía que permita superar el incruento conflicto y que parece estar en la clave de los acuerdos del PSOE con ERC y JxCat. Pero también en una reforma del Estado, previa declaración y reconocimiento de que una fracción de un estado moderno y democrático no posee el derecho de autodeterminación, en el sentido que figura en lo tratados internacionales relativos a procesos de descolonización (se trataría, en suma, de transcribir la sentencia del Supremo canadiense que dio origen a la ley de Claridad, que contuvo las ansias soberanistas de Québec). Esta reforma debe servir para zanjar una situación de inconcreción y vacío legal que es terreno abonado para las reclamaciones periféricas, que por lógica no pueden ser ilimitadas. Hay que realizar un cierre competencial que nos entregue un sistema federal a la alemana, que ponga fin a los forcejeos entre distintos niveles de gobierno y administración. Hay que establecer asimismo un pacto fiscal, que financie holgadamente, con un ingrediente redistributivo bien tasado, el complejo competencial autonómico y que tienda consensuadamente a mitigar desigualdades. Y hay que resolver de una vez la cuestión lingüística, poniendo al Estado al frente de una explotación cabal de esta riqueza cultural, que ha de ser valorada y armonizada con los gustos ciudadanos y compartida con magnanimidad e inteligencia.

Junto a estas tres iniciativas incluidas en la reforma pendiente, sería necesario redistribuir y desconcentrar el poder material y visible del Estado. La capitalidad habría de ser al menos doble —Madrid y Barcelona—, los ministerios inversores podrían residir en comunidades autónomas adecuadas, las instituciones europeas, universitarias e investigadoras, filantrópicas, etc. habrían de formar una malla que abarcara a toda España. Si se acercan las posiciones, la conllevancia se facilitará, y quien sabe si al final del camino amigable será felizmente innecesaria.

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