El palique

La semana mínima

Jordi Évole.

Jordi Évole.

José María de Loma

José María de Loma

Lunes. O mejor dicho, el otro día. Jordi Évole y Raúl Arévalo desayunan muy cerca de nosotros en el Hotel de las Letras de Madrid. Mientras Amaya y yo, huevos revueltos con paleta ibérica, repasamos las noticias del Barça y Rafa (churros) diserta sobre la conveniencia de acudir a la tienda de Nike, ellos hablan animadamente de amigos comunes como el actor Juanjo Ballesta. El restaurante del hotel, art decó, lleno de educados turistas extranjeros que cogen del bufé las magdalenas de una en una, deja ver la calle Clavel y un escorzo de la Gran Vía, que está ya animada aunque llovizna. En un trozo de pared, en la recepción, hay escrito un fragmento de Instrucciones para subir una escalera, de Julio Cortázar. Madrid se nos ofrece pleno y lleno de posibilidades (aunque pleno y lleno sea una redundancia) entre ellas, no menor, ir de compras y museos y hasta tomar un vino en el Mesón del Champiñón, donde ya iba de jovencillo. Ahora siempre hay estudiantes y japoneses y se han modernizado ofreciendo en cada mesa una tablet donde están los platos fotografiados. A media tarde, en la librería Troa, en Serrano, compro Mi padre alemán, de Ricardo Dudda (Libros del Asteroide), al que la crítica está tildando de modelo de escritura. El autor, en un híbrido atractivísimo de género autobiográfico, no ficción y novela, investiga y reconstruye la infancia y juventud de su progenitor, que abandonó su hogar en Prusia tras la Segunda Guerra Mundial.

Martes. El reto esta tarde es atravesar la ciudad y volver a atravesarla por dos obligaciones ineludibles ya. Espantando la apatía, tomando taxis, caminando, volviendo en el bus 8, me da tiempo a euforizarme y amargarme, leer en el móvil, desesperarme, granjearme una alegría y llegar justo (de fuerzas) a la hora de la cena. Como si la cena tuviera hora y la dictara una ley. Hay un extraño alborozo en aprovechar retales para hacer una ensalada. Te embarga una alegría como de buen administrador y saludable comensal: lechuga, manzana, espárragos y atún. Calculo que a lo largo de mi vida habré dedicado ya tres artículos a la lata de atún, a su filosofía, a lo que representa y a los apuros de los que te puede sacar. Igual rescato uno, lo hago pasar por nuevo y lo presento a un premio. Yo fundaría un premio periodístico a la mejor columna sobre el atún en lata. La latita de atún, para ser más exactos. Estaría bonito, mejor dicho, estaría atún.

Miércoles. Raúl Arévalo ha entrado en mi vida definitivamente. Vuelvo a verlo. Esta vez en Málaga. Comiéndose una hamburguesa a media tarde en un restaurante de calle Álamos. No sé si creer en las casualidades. No sé si este actor (La isla mínima) es en realidad un espía que me sigue. O alguien que tiene tanta suerte como yo: o sea, pasar la semana entre Madrid y Málaga. Creo que nos cruzamos la mirada. Tal vez me perciba como uno más de los miles de transeúntes que van desfilando por la fachada, cristalera, del restaurante. ¿A cuánta gente da tiempo a ver mientras te comes una hamburguesa? Depende claro de tu voracidad, del tamaño de la hamburguesa, del campo de visión que tengas. De la atención que prestes. Instrucciones para comerse una hamburguesa podría ser un texto de Cortázar.

Jueves. A la vieja emoción de viajar en tren se añade ahora el susto a que la salida se retrase o anule. Son temores de vía estrecha que hay que conjurar luego en el bar del tren, si tiene. Cuidadito con las reflexiones sobre los trenes, que te sale una cursilada como de autoayuda casi sin querer. Qué hará la gente un domingo en Puertollano.

Viernes. Nadie está a salvo de un fin de semana feliz.

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