Opinión | Reflexión

A propósito de Koldo

Juan Carlos Cueto y Koldo García Izaguirre.

Juan Carlos Cueto y Koldo García Izaguirre. / EPE

Como en otras tantas ocasiones anteriores, me cuesta mantenerme impasible ante el reciente caso de corrupción con el que nos ha obsequiado esta vez una figura tan destacada dentro del PSOE. Siempre he rechazado militar o participar de hecho en algún partido, porque nunca comulgué con la política de los aparatos, pero es que ahora me sale del alma el deseo de rechazar incluso mi participación en cualquier tipo de elección política. Afortunadamente, mis convicciones me lo impiden, pero tengo que confesar que las tentaciones son cada vez mayores. Nos lo están poniendo cada vez mas difícil.

El problema estriba en el hecho de que en la cima de los partidos, ya sea a nivel local o nacional, no siempre están los mas valiosos sino los mas ladinos, los mayores «trepas» o, habitualmente, los que el de arriba considera mas convenientes en cada puesto. En la mayoría de las ocasiones, los políticos de profesión, aquellos que han logrado encaramarse en lo alto de las listas, no se les conoce otro oficio ni beneficio que no sea el de una pretendida vocación de servicio público, cuando no un ansia desmedida de poder y riqueza. La política, así entendida, es un camino de ida y de poltrona para toda la vida. Volver, vuelven pocos y, al no haber marcha atrás, nos cansamos de oír y ver los nombres de muchas vacas sagradas que se repiten elección tras elección.

Esta enfermedad de la corrupción resulta de lo mas contagiosa y no conoce de ideologías, ni de partidos, ni de regiones. Se trata de un cáncer inherente al poder cualquiera que sea el ámbito del mismo. Afortunadamente, y al contrario de lo que sucedía en tiempos pasados, la democracia ha ayudado a destapar algunos de los casos cuyo impacto está produciendo la desafección que se va colando por las rendijas de la sociedad. Por citar algunos de los mas mediáticos y relacionados con políticos de diversas regiones y partidos, recuerdo los casos Roldán, Pujol, Naseiro, Púnica, Bárcenas, Juan Guerra, EREs, Mediador, Gurtel, etc. Desgraciadamente, la metástasis abarca otros áreas de poder como son el judicial, el comercial, el deportivo, el educativo, etc. y que, mejor, dejaremos para otra ocasión.

Si de verdad queremos atajar el mal, de nada sirve el «y tu más», las fariseas acusaciones mutuas o la fingida demonización en boca de los líderes. Se impone alguna disposición o reglamento que ponga coto a los fallos que el sistema permite. Entre otros posibles, se me ocurren los siguientes: en primer lugar, restringir la durabilidad de los mandatos, ya que cuanto mayor sea la duración de los mismos, mayores serán las probabilidades de corrupción. Conocer a fondo las cloacas del sistema lleva a mayores tentaciones de introducirse en ellas.

En segundo lugar, la exigencia de ciertas credenciales de capacidad a la hora de ocupar un cargo; entre ellas alguna experiencia y, por supuesto, la formación necesaria y concomitante con el cargo que se ocupa. A este respecto, sería también oportuna la verificación de la legitimidad de los documentos, títulos, másteres y credenciales aportados. Si se pudiera, no estaría de mas la exigencia de una hoja de servicios intachable en lo que a moralidad y ética se refiere.

En tercer lugar, dado que la responsabilidad de políticos y funcionarios es un asunto de capital importancia en un estado de derecho, se debe exigir a los servidores públicos que obren según las leyes y siempre al servicio del interés público. Por consiguiente, en caso de condena por corrupción, parece lógico que no solo respondan con su patrimonio del total defraudado o mal gestionado, sino que queden inhabilitados sine die para ejercer cargos públicos. Esto conlleva la limitación o supresión de los aforamientos empleados como barrera para eludir sus responsabilidades.

Por último, acabar con la impunidad de los corruptos reforzando los controles efectivos sobre el poder político por parte de un sistema de justicia independiente, unos medios de comunicación despolitizados y unos órganos de control ciudadano libres y ajenos a toda red clientelar.

Todo ello supondrá el logro de un ambiente de transparencia que acaso nos reconcilie con la clase política y con la maquinaria y el funcionamiento de los organismos del estado.