Opinión | Risas y fiestas

Fatal

Fatal

Fatal / La Provincia.

Estoy hablando con una amiga sobre la rafflesia, la flor esa gigante que se dice que huele a carne podrida, de Animal Crossing. Animal Crossing es un videojuego en el que vives en un pueblo (o en una isla) en el que debes cumplir con varias tareas: socializar con tus vecinos, ayudar a elaborar un museo, conseguir objetos, decorar tu casa, cuidar el entorno… Las entregas «viejas» de este juego constituyen para las personas de mi generación, creo, una memoria emocional a la que nos es muy difícil no acudir cuando nos recordamos botadas en un sillón y siendo personas (personas individuales con su propio sistema poético) por primera vez. No es raro que nos enredemos durante horas a comentar detalles y aprendizajes.

Lo que le estoy explicando a mi amiga, de hecho, es una de esas metáforas refinadas que solo entiendes bien cuando creces, en parte porque te inventas un significado que se ajusta a lo que, desde el momento sillón mami ¿hay rosquetes todavía?, te ha tocado vivir. La rafflesia, googleo ahora ansiosamente, es la flor más grande del mundo y a la vez una de las que peor huelen. Huele a carne descompuesta, ha aprendido a hacerlo para atraer a las moscas. En Animal Crossing, una de tus tareas es, como decía antes, ayudar en la construcción de un museo en el que habitará un ejemplar de cada especie de bicho que se pueda aparecer por el pueblo. Algunos son difíciles de conseguir, como la mosca, que solo aparece cuando de tu césped pixelado emerge asquerosa, horrible e inquitable la dichosa rafflesia: llorar con el rosquete desmigajado en la boca porque significa fracaso.

Sí, fracaso aunque consigas la mosca. O consigues la mosca aunque fracaso. Me explico: la rafflesia solo se da en el juego cuando incumples otra de tus funciones, la de mantener el pueblo limpio y ordenado, sin malas hierbas y sin jediondadas, y no se va hasta que lo pones todo decente y esperas un tiempito durante el que sientes que te curas de haberte dejado ir tanto a la decadencia. Es decir, para completar el juego al 100% NECESITAS llegar a ese estado de suciedad que todo el tiempo el propio juego parece censurarte.

Es fuerte, ¿no? Solo ahora que lo comento con mi amiga me doy cuenta de que ese guiño cuenta cosas. Lo más vergonzoso de la vida es estar fatal. Con fatal me refiero a sucia en casa, con las cosas salidas de control, tazas sucias alrededor con dibujitos de café viejo, unos calcetines de Los Simpson todos arrugados y llenos de bolitas que nos reconfortan tanto en nuestra vida secreta de silencio y ninguna ventana visible al mundo. Levantarse tarde cuando no se debe. Ver la tele hasta que el dolor de cabeza germina como la rafflesia. Un estado límite e inconfesable: justo antes de volver a estar preparada para ser persona y poder dejarte ver por otras personas. Pero, pienso hablando con mi amiga, explicitando que ambas pasamos por esos estados, ¿no se gesta identidad en esos trances de dejarse ir? ¿Por qué es malo lo que da vergüenza?

Estamos obsesionadas con hacer cosas de provecho. Todo el rato. Llevar el ocio hacia lo que queremos ser, no tanto hacia quienes somos. No tanto dejarnos fluir por los embarramientos de ser un cuerpo que no quiere ser siempre perfecto. Es que no se puede, es que no vale para nada. Yo no voy a renunciar a mis moscas. Yo he descubierto cosas de mí misma en los ratos en los que he estado «fatal», y eso no significa que valgan más que el resto de cosas que me he pillado infraganti siendo. Significa que, si somos honestas con nosotras mismas y consideramos los ratos de «desarreglo» parte de la vida, nos estaremos regalando una experiencia humana más completa, la mosca preciada que no se ignora sino se lleva al museo, expónganla, porque ya que la traje en el dedo suspendida para no hacerle daño, y seguramente nos obsequiaremos también con una mayor consciencia de lo que es ser persona.

Le cuento esto a mi amiga un poco como dejando caer que no tenemos que vivir avergonzadas, tía, que yo te quiero con las cosas de ti que te dan asco, que las eres todas. Que no tienes que adoptar esas posturas raras para que no se te vean cosas ni tienes que temer un fisquito de mal aliento de ese que nos sale a todas muchas veces, ¿cómo no? Que podemos relajarnos y dejarnos acompañar. Que el espacio público es un poco una ficción, o por lo menos es solo una parte. Y podemos derribar el muro. Reír cuando no se debe. Llorar en la calle. Todo el mundo tiene una rafflesia dentro. Y menos mal: la mosca no le hace daño a nadie, evitarla sí.

Suscríbete para seguir leyendo