Opinión | Risas y fiestas

Síndrome de la impostora (en todo)

Síndrome de la impostora (en todo)

Síndrome de la impostora (en todo) / La Provincia

¿Hasta cuándo tendremos que aguantar esta duda? ¿Este mirarnos constante, constantemente no vernos, constantemente sentirnos como si no reuniéramos las cualidades necesarias para ser personas y nos fueran a pillar la mentira en cualquier momento? Pillarnos las mentiras. ¿Qué mentiras?

A veces, cuando voy a alguna charla y llega el turno de las preguntas del público, me obligo a estar pendiente de si solo hablan (y solo se extienden) hombres. Si es así, aunque me cueste, aunque no me guste, aunque se me vuelva pastoso dentro de la boca lo que voy a decir, levanto la mano y participo. Es un reto que me he marcado por dos cuestiones: la primera, acostumbrarme yo misma a huir de las volteretas de la inseguridad, a no irme a casa estirando y desestirando los dedos dentro de los bolsillos de la chaqueta y preguntándome si de verdad lo que quería aportar era tan estúpido o me dejé vencer por el síndrome de la impostora. La segunda cuestión es justo esa: quiero protestar contra el síndrome de la impostora, llenar espacios para que otras los sientan posibles para ellas y contribuir a que se pierda esa nube de la extensión infinita de quienes jamás dudan. De la invisibilidad infinita de quienes dudan y no deberían.

El síndrome de la impostora es: no tienes razones para no creer en ti misma, pero no crees. Si te va muy bien, sientes que nadie se ha dado cuenta de que en realidad no te lo mereces. Tú no puedes estar en esa posición, ¿cómo va a ser eso?, y sobre todo te viene este estupor cuando estás con personas que demuestran que encajan más en el estereotipo que tú deberías cumplir. Por ejemplo, cuando estás de público en una charla y algún señor alza el brazo y dice «yo más que una pregunta tengo un comentario» y empieza a largar ideas enrevesadas durante diez minutos y todo el mundo en silencio y la cuestión que tú querías comentar, tan pequeñita y con los bordes tan redondeados, tan genuina, te va pareciendo cada vez más absurda, cada vez más boba.

Yo me he puesto otro reto. Y creo que me sirve un poco. Cuando me entra este bicharraco terrible, me concentro en las otras personas presentes en la situación, no en mí. Intento analizar al señor que incomoda a las ponentes, al público, a mí misma, con su verborrea que es tan extensa por una perversión del lenguaje: buscar más escuchar la propia voz que la comunicación verdadera, buscar más hablar que disfrutar de haber escuchado, tener la necesidad constante de hacerse notar y, sobre todo, la creencia de que todo el mundo va a querer conocer la opinión propia. Me fijo en la tensión de la audiencia, su inconfesable sensación de que están perdiendo el tiempo. Y me fijo en mi propia incomodidad, en mi propia reacción a un entorno que me hace sentir que lo que yo normalmente considero buenas formas de pensar y de comunicarme no son nada. Y me doy cuenta: tenemos síndrome de la impostora en ese momento porque muchas cuestiones que se cruzan ahí nos llevan a pensar que la única manera válida de tener una presencia segura es la ya ni siquiera masculina, sino masculinizada (es muy diferente: «masculinizada» hace referencia a los valores patriarcales, a su hegemonía y su, perdón, horterada).

Este es solo un ejemplo de «crisis de síndrome de la impostora», pero creo que el esquema vale para muchas otras: vamos a desprender el foco de nosotras y a centrarnos en averiguar qué es lo que nos crea esa sensación de no encajar. Muchas veces nos daremos en la cara con una verdad muy importante: no encajar suele ser mejor.

Al final, el síndrome de la impostora no viene del fallo de las impostoras. Claro que no, y si lo dudan fíjense en que sus amigas más brillantes lo tienen. Viene de la propia noción de impostora, persona que no debería estar ahí, persona que no encaja en el modelo, en las formas de hacer, y por supuesto que esto tiene una lectura de género muy fuerte. En un mundo patriarcal, los haceres masculinizados son la norma. Si no los acatamos, estamos tomando un camino disidente. La disidencia se anula a través de esa ficción de soledad, de solo tú habitas así. Yo siento que este bicharraco se cuela en todos los espacios de nuestras vidas. Que desechamos tantas ideas, tantas brillanteces. Y a la vez me digo: ¿no es tan corrosiva la duda constante como la no duda jamás?

¿No es un problema también que a ellos se les lleve a tener esa seguridad arrolladora?

Desprender el foco de nosotras nos ayuda a entender que es social, no cierto.

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