La mayor crisis económica internacional desde 1929 ha atravesado, en poco más de dos años, por tres etapas diferenciables aunque ligadas entre sí por un hilo conductor: la del inicial desconcierto dubitativo y errores de diagnóstico en los que incurrieron gobiernos e instituciones multilaterales; la de las grandes recetas keynesianas, con gasto público elevado para salvar al sistema del derrumbe en pleno colapso económico; y ahora la etapa del saneamiento, fuertes recortes del gasto y subida de impuestos para frenar el desbordamiento mayúsculo de la deuda pública y el déficit de los Estados.

Esas tres etapas coinciden con las tres fases que cabe distinguir en lo que llevamos de recesión: primero fue el derrumbe inmobiliario; después, el gran colapso bancario y financiero, y ahora, el temor a la crisis de la deuda soberana o deuda pública de los estados.

Queda por saber si aún vendrán nuevos embates: el riesgo de que se esté larvando una gran «burbuja» tras las fortísimas inyecciones de liquidez realizadas por países y organismos supranacionales; el temor de que ese embalsamiento genere una oleada de hiperinflación en el futuro si no se drenan a tiempo esos recursos masivos inyectados en los mercados: y la amenaza de que el sector inmobiliario, lejos aún de haber depurado todos sus excesos de los últimos quince años, se vea sometido a nuevos y severos correctivos que inevitablemente golpearían al conjunto del sector financiero, al que los promotores españoles aún deben 325.000 millones.

Está en la esencia de la economía que, a periodos de gran euforia y abundancia, sigan etapas de crisis, y los quince años precedentes -los de mayor crecimiento internacional desde la década de los sesenta- habían acumulado suficientes excesos de endeudamiento privado y especulación inmobiliaria como para que fuera inevitable un fortísimo correctivo. Pero faltaba saber cuándo, dónde y cómo estallaría la burbuja y qué espoleta la haría detonar. Los pronósticos funestos surten poco efecto porque, aunque siempre acaben por cumplirse ("A largo plazo, todos muertos", dijo Keynes), nadie acierta a saber cuándo ni cómo.

Ningún Gobierno, organismo internacional o regulador se atrevió a pisar el freno durante la etapa de euforia porque cuando la economía crece a tasas vigorosas, genera empleo a mansalva y reparte bienestar y sensación de riqueza entre los ciudadanos; nadie quiere asumir la responsabilidad de ralentizar lo que la generalidad interpreta como un ciclo virtuoso de prosperidad y bonanza.

Y cuando los primeros síntomas de la crisis empezaron a manifestarse, a mediados de 2007, con algunas quiebras inmobiliarias en EE UU, nadie supo advertir si se estaba ante una mera corrección del mercado para depurar excesos o ante la antesala de la mayor recesión mundial desde 1929.

En agosto de 2007, Rodrigo Rato, entonces director gerente del FMI, dijo en Brasil, que las turbulencias que se estaban produciendo, constituían un peligro «manejable». Su sucesor, Dominique Strauss-Kahn, sostuvo a fines de ese año: "No hay una crisis profunda en los mercados". Más tarde admitió: "El Fondo Monetario Internacional no predijo con la suficiente antelación la crisis económica". La misma a acusación se hizo en Estados Unidos a Ben Bernanke, el presidente de la Reserva Federal (FED), pese a que Bernanke es uno de los grandes expertos en la Gran Depresión de 1929. "No hizo virtualmente nada hasta que fue tarde», dijo de él el republicano Richard Shelby. Todavía en 2008, John Show, secretario de Estado norteamericano con George W. Bush, mantuvo que la crisis sería «corta y suave".

A comienzos de 2008 -el año del derrumbe- el Gobierno español (PSOE) sostuvo con firmeza que no se estaba ante una recesión, sino ante una "desaceleración" económica, y, de hecho, los grandes organismos internacionales (FMI, OCDE, BCE, CE, etcétera) pronosticaban en esa fecha, al igual que centros de predicción privada (Funcas, BBVA, etcétera), crecimientos positivos para ese año en España, y además por encima de la media europea, aunque menores que los de 2007. El PP, que había anunciado que España había entrado en recesión a fines de 2007 (el país creció ese año el 3,7%), no la incluyó como previsión en su programa electoral de marzo de 2008, en el que prometió, al igual que el PSOE, más empleo.

El economista Luis Garicano tuvo que explicarle a la reina Isabel II, en representación de la London School of Economics, "por qué nadie había visto venir la crisis". Y Jean Claude Juncker, presidente del Eurogrupo, admitió en noviembre 2008 que los gobiernos y las instituciones europeas no supieron predecir la recesión.

Pero con la quiebra del banco de inversión Lehman Brothers, en septiembre de 2008, se produjeron el colapso financiero, el bloqueo del mercado interbancario, la suspensión de los flujos de capital y el riesgo de hundimiento del sistema. La economía occidental entró en parada cardiaca. Otros grandes gigantes bancarios estadounidenses, la mayor aseguradora del país, las dos magnas inmobiliarias paraestatales... se tambalearon.

El Gobierno conservador de Bush, que había aplicado el manual neoliberal de no intervención en el caso de Lehman, optó por abandonar el recetario ideológico y aplicar ingentes inyecciones de capital para el salvamento público del sector privado con el fin de evitar la quiebra del capitalismo. Todos los gobiernos, de una y otra tendencias, aplicaron las mismas recetas.

Las inyecciones de capital han sido gigantescas. Las han hecho los estados y los bancos centrales. Y en muchas direcciones: para bombear liquidez al mercado y evitar el desastre, para el rescate de bancos, como ayudas directas a empresas y sectores (caso del automóvil), en forma de políticas anticíclicas (inversión en infraestructuras como factor dinamizador), en concepto de estímulos e incentivos a la actividad y a la demanda y en cobertura social. Se impuso así el recetario de Keynes, que ya había permitido al mundo salir del desastre del veintinueve: cuando se derrumba la demanda privada, sólo la demanda y el gasto públicos tienen capacidad de ejercer de fuerza motriz que impida el desplome y permita la recuperación.

La factura del dinero público inyectado por unas u otras vías a los mercados ha sido brutal. Sólo el sector financiero ha consumido el equivalente a más de 3,09 billones de euros, según algunas estimaciones.

A ese despliegue ingente de recursos públicos movilizados por los gobiernos y organismos supranacionales, se sumó el elevado gasto asumido para la cobertura del desempleo cuando el mercado de trabajo empezó a expulsar mano de obra a chorros. Con mayor o menor virulencia en cada país, según el específico tejido productivo de cada uno, el desempleo alcanzó en todas las naciones golpeadas por la recesión cifras récord, desconocidas desde hacía más de un cuarto de siglo.

Pero ese inmenso esfuerzo ha generado una deuda pública desaforada. Y aunque en la última cumbre del G-20 (la de septiembre pasado en Pittsburg) se pactó mantener los estímulos a la economía, todos los estados han empezado a adoptar medidas de austeridad, recorte del gasto e incluso subida de impuestos para tratar de reconducir el desbordamiento del déficit.

En esta crisis se entró a causa de un endeudamiento privado (de empresas y familias) de vértigo (215% del PIB en el caso de España), y ahora existe un riesgo elevado de que la terapia que se recetó para la recesión esté generando una nueva «burbuja» explosiva, esta vez con la magna deuda pública acumulada y los déficit desbocados en casi todos los países. Y ello cuando ni tan siquiera el apalancamiento privado se ha corregido hasta los niveles que aconsejaría la prudencia.

Reducir el déficit público de los estados sería coherente, además, con las directrices que dimanan de los grandes centros de decisión y de regulación económica y financiera. Los bancos centrales están adoptando el criterio de prorrogar el mantenimiento de los tipos de interés a niveles ínfimos, en la creencia de que aún no hay síntomas suficientes de recuperación en la economía internacional. Pero, a la inversa, han empezado ya a retirar de forma gradual otras medidas expansivas, caso de las inyecciones masivas y la «barra libre» de dinero, por temor a un embolsamiento de la liquidez que dé pie a una espiral hiperinflacionaria cuando se recupere la actividad.

Reducir el gasto público contribuye a esta misma estrategia. Pero además es un imperativo para que no se disparen los tipos de interés.

Cuando hay mucha oferta de deuda pública o cuando el país emisor tiene una alta prima por riesgo potencial de impago (y ésta aumenta a medida que lo hace su nivel de endeudamiento), el precio de letras, bonos y obligaciones del Estado se reduce y, además, su tasa de interés (remuneración al inversor) crece para hacer atractiva la colocación de estos títulos.

En la medida en que la deuda pública compite en el mercado con la deuda corporativa (emisiones de las empresas para financiarse) y con otros productos financieros, cuando la deuda garantizada por el Estado sube su remuneración al inversor, fuerza a hacerlo también a sus competidores en la captación de ahorro. Y esa escalada conduce a un encarecimiento del crédito y al consiguiente sobrecoste de las cargas financieras para familias y empresas.

Esta tendencia iría justo en el sentido contrario de la política monetaria que están manteniendo los bancos centrales, convencidos de que una subida ahora del precio oficial del dinero, cuando aún ningún país puede dar por segura la reactivación, podría estrangular los indicios de mejoría antes de que se consoliden.

En el caso europeo, los países que comparten la misma moneda (el euro) están sujetos además a una disciplina presupuestaria que, salvo en circunstancias extremas de cierta tolerancia, como la actual, les obliga a moverse dentro de un rango de deuda (60% del PIB como máximo) y déficit público anual (no superior al 3% del Producto Interior Bruto).

España partía de una situación de deuda pública muy favorable cuando estalló la crisis. Los tres ejercicios con superávit presupuestario que hubo en el primer mandato de José Luis Rodríguez Zapatero -los primeros con saldo positivo de la democracia- permitieron a España un nivel de deuda de sólo el 40% del PIB (veinte puntos por debajo de la media europea) cuando sobrevino la recesión. Ahora está en el 55%, todavía muy inferior al promedio (78%).

Pero el drama español no es la deuda, sino la celeridad con que ha crecido a causa del fuerte déficit público (-11,2% en 2009) como consecuencia de las políticas de estímulo y de cobertura social del desempleo. Para 2011 la previsión de la Comisión Europea y del Banco de España es que, pese a todo, España siga siendo el quinto país menos endeudado (74,9%) de la zona euro.

Sin embargo, la fuerte destrucción de empleo español (muy intensa por su extrema dependencia del sector inmobiliario y de otras actividades intensivas en mano de obra) y la creencia de que España saldrá más tarde de la crisis porque, a diferencia de otros países, no podrá hacerlo sin cambiar su modelo de crecimiento tradicional, están penalizando la expectativa de los mercados sobre la deuda española, en el convencimiento de que España podría incurrir en déficit durante más tiempo y precisar de mayores niveles de endeudamiento para capear la situación.

A ello se suma la tradicional suspicacia hacia los países meridionales (los despectivamente denominados PIG en el mundo anglosajón) y las dudas sobre la solidez de los llamados países periféricos del sistema monetario europeo.

Los graves problemas de Grecia con sus cuentas públicas, que se suman a la suspensión de pagos de Dubai y, antes, al descrédito de Irlanda e Islandia, han extremado la cautela de los mercados hacia la solvencia de la llamada «deuda soberana» y sobremanera la de aquellos países con tradicional menor credibilidad, caso de los latinos.

Algunos vaivenes en las decisiones económicas -o en su verbalización y comunicación- y determinadas incertidumbres sin despejar también cotizan en contra.

España siempre debe remunerar por encima de lo que lo hace Alemania para captar financiación y colocar deuda en el mercado, pero ese diferencial (prima de riesgo), que se había recortado meses atrás, ha vuelto a agrandarse en las últimas semanas -como ocurriera al principio de la crisis-, una vez que ha habido quienes han atribuido a España un riesgo potencial de impago parangonable al de Grecia. Que el déficit de España en el ejercicio de 2009 se haya acercado al griego (12,7%) hizo saltar las alarmas (caso de Nouriel Roubini y Paul Krugman) y apenas se ha tenido en cuenta, como precisó el comisario europeo Joaquín Almunia, que el endeudamiento de España está por debajo de la mitad del helénico.

Movimientos especulativos contra la deuda de los países percibidos como más vulnerables han contribuido también en los últimos días a tensionar más la situación. Meses atrás, fue el recorte de la calificación crediticia de España por Standard & Poors, aunque las otras dos agencias de rating mantuvieron estable la suya.

España se comprometió el año pasado con Bruselas a volver a la disciplina presupuestaria y a reconducir su déficit anual al 3% en 2013.

El anuncio de subida de impuestos que se hizo durante el pasado verano y que ha empezado a entrar en vigor el mes pasado, la supresión de la desgravación de los 400 euros y el plan que se acaba de aprobar de recorte del gasto público (50.000 millones en tres años), entre otras medidas, tienen como finalidad hacer creíble ese compromiso, cumplir lo pactado y, mientras tanto, tranquilizar a los mercados dando señales inequívocas de voluntad firme de reconducir el déficit y volver a la ortodoxia.

Lo contrario penalizaría las emisiones de deuda que hace España para financiarse (los inversores exigirían, como ya ha empezado a ocurrir, rentabilidades más altas para comprar deuda española) y esto entrañaría una costosísima factura económica para el país porque el efecto inmediato sería una elevación de los costes financieros para el Tesoro público justo en el momento en que mayor volumen de deuda hay que financiar y precisamente cuando aún no se avizora con nitidez el final de túnel.

Y eso tiene un coste: lo que el Estado tenga que destinar de más a pagar por su deuda tendrá que detraerse de otras partidas de gasto y de inversión.