El único impacto de un movimiento ciudadano aparentemente espontáneo como el 15-M se ha quedado en la celebración de su primer año y en las dudas de la delegada del gobierno en Madrid, y de su jefe, el ministro del interior, Jorge Fernández Díaz, de cuándo y cómo debía intervenir la policía. Nada de debate sobre lo que proponen, ninguna idea digna de respeto contra o a favor de su posición: despiste total. Nuestros políticos no se enteran, casi todos, de casi nada, y menos de lo que significa el 15-M. ¿Y qué significa? Nada y todo. Nada, porque su espontaneidad es su esencia y su condena. Todo, porque refleja el hartazgo de una sociedad cansada, aburrida de que la engañen con promesas electorales que no se cumplen o que se cumplen más allá de la duda razonable.

¿Qué puede quedar de todo esto? El mayo francés de 1968 y sus corolarios cambiaron algo más que las relaciones de poder en la República francesa: supuso un antes y un después en la vida cotidiana de los ciudadanos del primer mundo, en su manera de relacionarse, de ver las cosas, de analizar la realidad y las relaciones de poder. Nos influyó a todos, de un lado y de otro, mal que nos pese o bien que lo sintamos. El 15-M puede convertirse en una anécdota posmoderna si alguien no grita un poco más, si no hay una conversión de las propuestas en concreciones políticas, por la vía que sea. O si no hay, dentro de ese colectivo, alguien que se atreva a subirse al monte y entonar "a las barricadas" como último refugio, sin armas ni víctimas, por supuesto. La frivolidad y el desconocimiento con el que tertulianos de toda ralea trataron el fenómeno en radios, televisiones y prensa, demuestra, una vez más, lo lejos que estamos los profesionales de la información de lo que de verdad acontece en la rúa. No sabemos qué decir y, casi todos, no saben qué pensar. No vaya a ser que les quiten los miserables euros que les pagan por estar de cuerpo presente en las tertulias. Me apunto a un 15-M de combate, ¿y usted?