Uno que ha seguido durante años, por razón de su profesión, el funcionamiento de la sociedad y de la cosa política en diversos países de nuestro entorno no sale de su asombro al ver el desdén absoluto con el que el presidente del Gobierno parece tratar día sí y otro también a quienes representan al pueblo español.

Pero, ¿qué democracia es ésta? Ya sabemos que nuestra democracia se construyó en circunstancias muy difíciles, que el dictador había muerto totalmente entubado en la cama y que lo que salió de allí fue fruto de un trabajado compromiso.

Pero, con todos sus condicionantes y con sus múltiples imperfecciones , que habrá que corregir un día -desigual representación de los partidos en el Parlamento, listas cerradas y bloqueadas, férrea disciplina de voto-, el sistema había venido funcionado con sus más y sus menos.

Sin embargo, en vista de lo está ocurriendo de un tiempo a esta parte, no tiene uno más remedio que exclamar, como hizo en su día Ortega y Gasset en muy distintas circunstancias: "No es esto, no es esto".

Mariano Rajoy fue aupado al poder por un electorado que parecía no querer soportar más el intolerable nivel de desempleo de este país y que se encontraba además en estado de pánico por la crisis que se nos venía de pronto encima, una crisis que el anterior Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, en su ingenuidad o su ceguera, ambas igualmente reprobables, no supo ver a tiempo.

La maquinaria propagandística del Partido Popular quiso hacer creer que la llegada de su líder a la Moncloa supondría un súbito alivio para los mercados y sería algo así como mano de santo para una economía que los manirrotos e irresponsables socialistas habían dejado hecha unos zorros. Sin saber alemán, Don Mariano trató de mostrarse como el primero de la clase de la canciller Angela Merkel, pensando en que ésta iba a agradecérselo.

Nuestro presidente empezó a recortar derechos por aquí y por allá, y a incumplir sin el menor rubor -porque, según él, no había alternativa- todo lo prometido en campaña. Y, sin embargo, no hubo nada. Los famosos mercados habían olido sangre y no iban a soltar fácilmente su presa.

Mientras tanto, los españoles veían cómo Rajoy, cada vez más debilitado fuera pese a esa mayoría absoluta de la que tanto se jactaba, aceptaba todo tipo de imposiciones de fuera, imposiciones que de paso les servían para cumplir, aunque en circunstancias mucho más dramáticas de lo que le hubiese gustado, su programa ideológico: el abaratamiento del despido y la paulatina invasión del sector privado en los servicios públicos. Con sus inevitables secuelas: privatización de los beneficios, socialización de las pérdidas.

Tenía la mayoría absoluta para ello, y ya se ha visto que en este país, como en otros, las mayorías absolutas pueden resultar nefastas. Y, a diferencia del italiano Mario Monti, que no tenía detrás la fuerza de las urnas, nuestro presidente consideró que no necesitaba explicar nada de lo que hacía a aquéllos a quienes exigía, sin embargo, diarios sacrificios.

Bastaba con dar las explicaciones fuera, si es que realmente las daba, pues cabe ser escépticos a juzgar por las reacciones que algunas de sus declaraciones provocaban luego en otras capitales, más habituadas a la transparencia, mientras hurtaba la información a los de dentro, que eran quienes le habían elegido.

A la vista de todo ello, uno no puede sino sentir auténtica envidia de prácticas como las del Parlamento británico, donde el Primer Ministro se somete semanalmente a las preguntas del jefe de la oposición y de otros "honorables" miembros de los Comunes, preguntas que, si bien en unos casos han sido previamente registradas por escrito, en otros pueden ser espontáneas y a las que aquél debe responder sin que se le permita en ningún caso escurrir el bulto.

Es una vieja convención constitucional que habla muy bien de la salud de esa democracia y en la que se ponen de manifiesto, entre otras cosas, la rapidez de respuesta, la capacidad de improvisación y el conocimiento de los temas de los gobernantes británicos, que tanto contrastan con los discursos aburridos, llenos de latiguillos y de frases hechas de muchos de nuestros políticos.

No se entiende en ningún caso, desde una óptica democrática, la negativa del presidente del Gobierno de un régimen parlamentario como el nuestro a comparecer en el plazo más breve en el Congreso para dar explicaciones de las decisiones adoptadas por él en los foros europeos. La mayoría absoluta no es, que se sepa, una patente de corso para que el gobernante pueda hacer durante los cuatro años de la legislatura lo que le venga en gana.

Como tampoco se entiende la resistencia, cuando no pura negativa, a crear comisiones de investigación de los escándalos mayúsculos de los últimos años o la persistencia en ciertos Parlamentos autonómicos de imputados por corrupción sin que a sus propios partidos se le caiga la cara de vergüenza. ¿Será que se ha perdido totalmente?