Al fallecer en diciembre de 1912 Emilia Antúnez Monzón, su hermano Luis, gobernador civil que había sido de Orense, Córdoba, Lérida y Barcelona, determinó fabricar una capilla mortuoria en una casa que poseía en el barrio de San Juan de Telde (calle Licenciado Calderín, 10). Emilia, según refería Luis, era la mujer que más había significado en su vida y por ello quería erigir en su memoria un mausoleo.

Como residía en Barcelona, don Luis se puso en contacto con el licenciado José Espino Moreno, cura ecónomo del Puerto y a la sazón tutor de su único sobrino, Luis Antúnez y Hurtado de Mendoza, para que se encargara de acondicionar la vieja propiedad teldense a tal fin. Y hallándose el sacerdote dispuesto en cumplimentar el encargo, deduce la poca necesidad que tenía la ciudad sureña de poseer otro templo a dos pasos de la iglesia de San Juan, mientras que en la zona del Puerto sólo existía la iglesia de Nuestra Señora de la Luz y el oratorio de los Padres Franciscanos para la asistencia espiritual de los fieles de tan amplio sector. Con respetuoso atrevimiento, el presbítero escribe al señor Antúnez a Barcelona, asesorado por las hermanas del ilustre político, Virginia e Irene, que le aconsejaron que lo hiciera con mucho tacto porque el donante era persona de carácter susceptible y pudiera parecerle improcedente la sugerencia del cura en el sentido de desviar su voluntad.

En su detallado informe, José Espino hizo ver a don Luis lo grandioso que resultaría realizar el templo dedicado a su hermana en la zona portuaria, en vez de construirlo en Telde. El gobernador grancanario recoge la indicación con bastante interés, y le responde que a su regreso de Suiza, cuya viaje era inminente, le escribiría contestándole lo que debería de practicarse. El regreso del país helvético fue rápido, ya que allá había acudido a buscar remedió para su grave enfermedad, y al día siguiente de llegar nuevamente a Barcelona, el 4 de diciembre de 1915, don Luis Antúnez Monzón muere a consecuencia del cáncer que le consumía.

El fallecimiento del canario en la Ciudad Condal si haber dado una resolución satisfactoria llena de desconsuelo al cura ecónomo del Puerto de la Luz, que ya se había fraguado la esperanza de levantar un buen templo en aquella demarcación. Pero la desazón acabaría pronto, ya que al abrirse el testamento del notable patricio, que había dictado el mismo día de su óbito ante el notario catalán, Fernando Escrivá Biasco, aparece reflejado en una de sus cláusulas que dejaba dinero para que se levantase la iglesia en el sector que el clérigo había indicado. El declarante añade "que el templo tiene que llevar el nombre de mi madre, María del Pino Monzón Morales". Hubo júbilo en la isla, sobre todo en el Puerto, pues aparte de esta fundación religiosa dejaba otros importes para que se dedicaran a la Instrucción y Beneficencia.

El sacerdote quedaba encargado de administrar la fábrica y de vender la casa de Telde; también de comprar en 1917 el solar donde se iba a sentar la nueva iglesia, cuyo metro cuadrado costó siete pesetas con cincuenta céntimos. El arquitecto de la construcción fue Fernando Navarro y Navarro, que anhelaba levantar un templo modernista de impresionante factura, pero no se le autorizó por el elevado costo, por lo que el alarife realiza un proyecto más modesto que ascendía a 150.000 pesetas y es aprobado. Sin embargo, levantado el primer cuerpo se acabó el dinero. Se escribe al albacea de don Luis, el prestigioso ingeniero y abogado, que después seria subsecretario ministerial, don Juan Cervantes, para intentar que mandara nueva suma. Se remitieron 200.000 pesetas, que tampoco darían para concluirla, determinándose simplificar el proyecto de las torres y campanarios por otros más sencillos, que son los que en la actualidad vemos. Como anécdota referir que a media construcción se desplomó la nave central. El arquitecto dictaminó que ello fue debido a consecuencia de emplearse ladrillos que todavía no estaban bien cocidos ni aptos para la fábrica. Pero la realidad fue un error del propio técnico, que no consolidó suficientemente los muros de la bóveda, que era más elevada que las naves laterales y las columnas no se habían colocada en los puntos adecuados. Oficialmente el templo fue inaugurado en 1921, recibiendo la titulación de iglesia de la Capellanía de Santa María del Pino de las Arenas del Puerto de La Luz. Se entroniza la talla de la Virgen del Pino que realiza el valenciano Agustín Navarro y la estofa Francisco Alonso.

Una vez concluido el oratorio, se trasladan a la cripta del sótano los restos mortales de Emilia; también los de sus hermanas Blasina, Virginia e Irene. De Barcelona se trae a don Luis embalsamado, cuya preservación lo resaltó la prensa peninsular como la mejor momificación que hasta entonces se había realizado en España. Previamente fue expuesto y causó sensación la perfección del delicado trabajo. De igual modo yacen sepultados Magdalena Hurtado de Mendoza y Pérez-Galdós y su marido Juan Bautista Antúnez, hermano de don Luis, quienes juntos amasaron una considerable fortuna con la concesión del tranvía a vapor de la ciudad y posteriormente vendida al Banco de Castilla por cuatro millones de pesetas.

Luis Antúnez murió soltero, pero dejó un reguero de hijos naturales por la isla, especialmente en Telde. Acababa de cumplir los quince años cuando nació Antonio, su primer retoño. Si bien permitió que la prole ilegítima usara su apellido, no le dejó caudal alguno, aunque nos consta que el capellán encargado de la herencia, el mencionado don José Espino, de vez en cuando repartía ciertos importes acogiéndose a la testamentaria del ilustre difunto.

Todo aquel extenso patrimonio recayó en el único descendiente legítimo de la saga: Luis Antúnez y Hurtado de Mendoza, un muchacho de 20 años que escritura a su nombre la inmensa heredad, que desde la misma iglesia llegaba al barranco de La Ballena y barranquillo de Tamaraceite. Y detectando el joven canario el vasto predio, llegan los años de la navegación aérea que precisan los terrenos de don Luis para poder efectuar en los llanos de Guanarteme sus aterrizajes. Para que los vuelos pudieran utilizar aquellos suelos de propiedad privada, era preciso solicitar permiso al dueño de las fincas, que ya se venían usando desde 1913. En enero de 1920 se gestiona el vuelo que iba a realizar el comandante francés Guillemín. Se le autoriza, pero el cura administrador puso en principio ciertas dificultades con vistas a que el gobierno de Francia pagase alguna cantidad en concepto de indemnización. La diplomacia isleña-francesa que intervenía en las negociaciones, argumentó que en los terrenos de Guanarteme no había plantaciones de ninguna clase ni era susceptible de ningún cultivo, y que a la isla le interesaba prestar toda clase de facilidades a los aviones extranjeros a fin de que establecieran aquí las escalas en sus expediciones al vecino continente africano, por lo que convenía olvidar el negocio y obrar con patriotismo. El alcalde Emilio Valle, y el cónsul de Francia, Fernand Sarrien, se pusieron de acuerdo, y el miércoles 28 de enero de aquel año el diplomático galo telegrafía a su gobierno diciéndole que el asunto estaba resuelto favorablemente. Y gracias a la generosidad del propietario, en Guanarteme se vivieron por aquellos años los más emocionantes acontecimientos aéreos que disfrutó la sorprendida población.

Y fue asimismo por lo desprendido y dadivoso del carácter del nuevo heredero de aquellos cuantiosos terrenos, la oportunidad que vislumbra Juan Negrín Cabrera, que convence al muchacho Antúnez para que le venda el extenso predio del Puerto por 150.000 pesetas, y que, después de embargado por los acontecimientos políticos, hoy siguen defiendo los descendientes del jefe republicano.

Cerrada la bella casa solariega de los Antúnez, ubicada donde hoy se alza el hotel AC (antes Don Juan), en cuya trasera estaba ubicada la estación ferroviaria, el sobrino nieto de don Benito Pérez Galdós dejó para siempre la isla. Se estableció en Madrid, donde murió, después de haber casado en Cádiz en 1920 con Luisa Valerio Lasagno. Mientras que el celoso administrador, guardián y tutor del joven, don José Espino Moreno, que fue quien se encargó en todo momento de las transacciones mercantiles de los Antúnez y de autorizar los aterrizajes aéreos en Guanarteme, dejó de existir, casi centenario, viviendo en la calle Mendizábal del emblemático barrio de Vegueta.