H ilario era un hombre distinto a los demás. A finales del siglo XIX marchó de su pueblo de Tinajo con su camella a rastras, cortando sus dos figuras la tierra quemada que habían parido los volcanes. Llegó y se quedó a vivir en la cima de un cráter donde el diabólico aliento a azufre parecía algo menos penetrante, aunque si enterrara una papa bajo un palmo de tierra se sancocharía como si nada. Hizo tuchirse al animal y plantó el esqueje de una higuera. La leyenda cuenta que aquel árbol agarró, pero nunca dio fruto "porque la flor no se podía alimentar de la llama". Lo que dice la historia geológica es que las erupciones históricas de Lanzarote entre 1730 y 1736 avanzaron desde el fondo submarino para adentrarse posteriormente en tierra durante unos 14 kilómetros en un típico proceso fisural, lo que remite en cierto modo a lo que está sucediendo en El Hierro, aunque en su caso las fauces de la serpiente de fuego permanecen bajo las aguas y no existe la seguridad, aunque sí temor, de que comiencen a dar dentelladas en suelo firme.

"Uno de septiembre de 1730. Entre nueve y diez de la noche la tierra se abrió de pronto cerca de Timanfaya a dos leguas de Yaiza". Un cura, Andrés Lorenzo Curbelo, párroco de Yaiza, hizo las veces de cronista improvisado de la llegada del magma, aunque la mayoría de los habitantes veían en el fenómeno a un emisario del mismísimo demonio procedente de las ardientes entrañas de la tierra. Pero, según los estudios de los científicos Juan Carlos Carracedo y Eduardo Rodríguez Badiola, la erupción habría tenido un antecedente submarino, aunque ambos señalan que su primera manifestación fue en tierra y dio lugar a un volcán al que se conoce como la Caldera de los Cuervos. De ahí, no obstante, el magma se desplazó hacia el oeste y dio lugar a uno o más focos eruptivos en la costa de El Golfo (Yaiza) antes de caminar de nuevo hacia tierra y vomitar lavas, escoria, espanto y destrucción a lo largo de 14 kilómetros y por espacio de prácticamente seis años, concretamente hasta el 16 de abril de 1736.

La certeza de que el volcán comenzó a escupir su rabia acumulada y mascada en los abismos durante miles de años en el fondo marino llega a través de los distintos testimonios que dan fe de la aparición de un gran número de peces flotando muertos sobre las aguas. Muchos de ellos, además, generaron una gran impresión entre los habitantes, pues se formaba en parte de especies abisales y por lo tanto nunca vistas por ellos, lo que hace pensar que esa fisura se abrió en algún momento en un lugar muy profundo y relativamente alejado del litoral. El magma, por lo tanto, se habría movido buscando un lugar propicio por el que emerger, como ha hecho durante meses en El Hierro. Hay que recordar que en el caso herreño el magma empujó en un primer lugar desde la zona de El Golfo, luego cruzó bajo la isla y afloró finalmente en el Mar de Las Calmas, frente a la punta de La Restinga.

200 kilómetros cuadrados

Lo acontecido en Lanzarote tuvo proporciones descomunales. Según los datos de Carmen Romero, profesora de Geografía de la Universidad de La Laguna y autora del libro Crónicas documentales de las erupciones de Lanzarote, se trata de la segunda mayor erupción de tipo basáltico documentada en el mundo y tan sólo se encuentra por detrás de una que tuvo lugar en el siglo XVIII en Islandia, donde el frío y el fuego cohabitan en raro matrimonio. Los materiales volcánicos cubrieron doscientos kilómetros cuadrados de los 805 que tiene la isla. En cierto modo, una erupción tan larga y abundante no tenía un encaje lógico en aquel momento en Lanzarote tratándose de una isla antigua y consolidada, muy al contrario que El Hierro, el territorio más joven de Canarias con apenas un millón de años de existencia. De hecho, el anterior episodio había tenido lugar alrededor de 21.000 años antes (esa rabia acumulada durante más de 20.000 años posibilitó los seis años de dantesco espectáculo) y originó el Volcán de La Corona, al norte de la isla, un cráter imponente cuyos ríos de lava crearon a su vez maravillas geológicas como la Cueva de Los Verdes o Los Jameos del Agua, convertidos más tarde en centros turísticos gracias al talento del fallecido César Manrique, que supo ver el potencial único de aquellos espacios donde otros creían oportuno mantener corrales de cabras, muladares y vertederos.

Al contrario de lo que sucede hoy en El Hierro, en el Lanzarote del siglo XVIII no existía un Pevolca (Plan Especial de Protección Civil y Atención de Emergencias por Riesgo Volcánico) que se preocupara por la población. Con Lanzarote oliendo a cuerno quemado, muchos de sus pobladores querían huir. Sin embargo, la Audiencia Provincial dictó orden a las autoridades para que "bajo graves penas no se permita que alguna de las familias de ella se embarque en puerto o caleta para pasar a otra [isla]". Pese a ello, se estima que el 40 % de la población logró huir, lo que supone que abandonaron la isla unas 2.000 personas de las cerca de cinco mil que vivían en ella entonces. No era un buen momento para vivir en aquella "pertenencia del demonio", como denominó a Lanzarote el escritor Rafael Arozarena, autor de Mararía.

Sepultamientos

El zarpazo de la bestia resultó demoledor en aquel momento para Lanzarote y, además, alteró su rostro y marcó la idiosincracia de la isla de cara al futuro. Hoy se la conoce todavía como la isla de los volcanes y el eco de aquel rugido y del que tuvo lugar en 1824 permanecen muy presentes. La lava y las lluvias de cenizas extendieron un manto de oscuridad que tuvo entre otras consecuencias que quedaran sepultados pagos como Tingafa, Jareta, Testeyna, Masingafe o El Chupadero, según cita el Libro de Sinodales del obispo Dávila. Y las cenizas y las escorias cubrieron las principales vegas agrícolas. No es de extrañar que las referencias al demonio sean numerosas en Lanzarote y que un diablete sea el símbolo que recibe a la entrada del Parque Nacional de Timanfaya.

Pero tanta destrucción y tanta angustia dejarían abierta la posibilidad de que Lanzarote reviviera el mito del Ave Fénix. Hoy sus paisajes volcánicos atraen a millones de turistas y la agricultura local no se concibe sin el rofe o picón, base de un paisaje único como el de La Geria, corazón del vino. Es quizás un mensaje para El Hierro.