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cine

El peso de la memoria

Se cumplen 50 años del estreno de 'Repulsión', un inquietante 'psychothriller' que consagró a Roman Polanski como director en una década crucial del cine de autor

Catherine Deneuve en 'Repulsión'. LA PROVINCIA / DLP

El cuchillo en el agua (Noz W Wodzie), una oscura y turbadora historia de amor entre un estudiante y una mujer casada que disfruta de sus vacaciones estivales junto a su marido, escrita junto a Jerzy Skolimowski en el verano de 1962, supuso el pistoletazo de salida para la carrera cinematográfica del realizador polacofrancés Roman Polanski (París, 1933) tras dirigir en Polonia más de una decena de cortometrajes y protagonizar algunas destacadas intervenciones en los escenarios más prestigiosos de Varsovia, participando del éxito de algunos de los montajes más brillantes del teatro europeo del momento junto a algunos de los grandes nombres propios de la escena polaca, como el mítico Tadeusz Kantor o el inolvidable Jerzy Grotowski.

Aquella modesta película en blanco y negro, rodada en los fríos lagos de Mazurca con escasos medios y con actores desconocidos pero con muchísima imaginación, despertó de tal manera el entusiasmo de la crítica que fue distinguida con el prestigioso Premio de la Fipresci (Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica) en la Mostra de Venecia, reconocimiento que le situaría muy pronto en un ventajoso puesto de salida para emprender lo que, sin duda, ha sido una de las trayectorias artísticas más sorprendentes, originales y rompedoras del cine contemporáneo de las últimas cuatro décadas.

Semejante reconocimiento, reforzado por la nominación al Óscar al Mejor Film Extranjero, contribuyó, entre otras cosas, a impulsar rápidamente su carrera fuera del país recibiendo, dos años más tarde, el Oso de Plata en la Berlinale por su soberbio trabajo en Repulsión (Repulsion), su primer largometraje como director fuera de su país, de cuyo estreno se conmemora este año su 50 aniversario, y la consagración definitiva de la actriz francesa Catherine Deneuve como intérprete dotada de un insospechado arsenal de registros dramáticos del que también se beneficiaron, entre otros grandes maestros, Claude Chabrol, François Truffaut, Agnès Varda, Manoel de Oliveira y nuestro Luis Buñuel en algunos de sus más acreditados filmes. "Para justificar ante mí mismo el rodaje de Repulsión, tenía que conferir a la película un significado que rebasara con mucho las habituales películas de terror y, para ello, la tenía que hacer a mi manera, sin injerencias de ningún tipo y en estrecha colaboración siempre con Gérard Brach, mi guionista". Así explica Polanski en sus famosas memorias (Roman por Polanski. Ediciones Grijalbo, 1985) la necesidad que tuvo de disponer de libertad plena para afrontar el reto que supuso llevar a la pantalla una historia tan turbia y extrema. Fue éste, probablemente, el punto de inflexión más interesante y definitorio de su prolongada carrera pues, a partir de ahí, Polanski pudo encarar su futuro artístico con garantía de continuidad y, sobre todo, disfrutando de la confianza de sus productores.

A este inclasificable cineasta, que volvió al primer plano de la actualidad judicial hace seis años tras ser detenido por la policía de Zurich debido a sus viejas cuentas pendientes con la justicia norteamericana, y que hoy vuelve a ser noticia tras la reciente reaparición en el mercado del Blu-ray de su estremecedora obra maestra La semilla del diablo (Rosemary's Baby, 1968), le asiste más de una razón para compartir la gloria artística con los directores más originales de las últimas décadas.

Y no sólo porque se trata del autor de media docena de películas míticas de la historia del cine y del intérprete ocasional de algunos personajes la mar de pintorescos en películas propias y ajenas, sino porque en toda su filmografía, incluyendo algunos de sus excelentes cortometrajes, palpita un deseo irreprimible de ofrecer al espectador una visión radicalmente personal de su mundo interior, de su atribulada memoria, sin concesiones ni cortapisas de ningún género, una visión que explora a conciencia los territorios más sombríos e insondables de la mente humana con el indisimulado propósito de conjurar los diversos fantasmas familiares que le han acompañado durante toda su vida. Su apuesta en 1971 por la adaptación de Macbeth, la tragedia más turbia, siniestra y desoladora de William Shakespeare, puso de relieve con más clarividencia que nunca cuáles eran sus preferencias temáticas y estilísticas a la hora de situarse tras las cámaras. El cine que sólo persigue el éxito taquillero, como lo demuestra su prestigiosa filmografía, jamás le ha interesado pues "de haber sido así, matiza, mis trabajos para el cine se hubieran multiplicado por tres".

Con 82 años recién cumplidos y una carrera en la que acumula ya más de veintisiete títulos, entre largometrajes y cortos, el autor de Chinatown (Chinatown, 1974) aún conserva en su semblante de eterno adolescente una expresión inmutable de estupor, como si su memoria personal le asediara continuamente y le impidiese observar su entorno con la confianza y serenidad necesarias. Fue, como millares de niños polacos nacidos en la década de los años treinta, víctima de la barbarie nazi en el tristemente famoso gueto de Cracovia, una cárcel sin rejas donde, entre otras muchas crueldades, presenció lo que, según sus propias palabras, constituiría su primer contacto directo con la muerte: una anciana judía era acribillada despiadadamente ante sus atónitos ojos por un oficial alemán en medio de una brutal redada de las temibles SS de la que el joven Polanski logró escapar milagrosamente ileso.

Pero aquel incidente, continuamente presente en su recuerdo y en algunos de sus filmes más autobiográficos, sólo fue el macabro preámbulo a una vida en la que se han venido sucediendo acontecimientos de enorme trascendencia para el equilibrio emocional del cineasta, como la desaparición de su propia madre a manos de los verdugos de la Gestapo, el confinamiento y posterior fusilamiento de su padre en el campo de Mauthausen en 1941, su rocambolesca evasión del gueto con la ayuda de su progenitor o, ya consagrado profesionalmente, la espantosa muerte de su segunda esposa, la joven y atractiva actriz norteamericana Sharon Tate, y de varios de sus amigos más cercanos, víctimas de un ritual satánico que conmocionó al mundo entero.

De ahí que, con alguna que otra excepción, todos sus filmes lleven siempre impresa la patente del horror, del miedo, de la angustia y de la pérdida de identidad en un universo sujeto a las atrocidades más arbitrarias y a los más despiadados métodos de tortura. Películas como El cuchillo en el agua (Noz W Wodzie, 1962); la adictiva y sombría Repulsión (Repulsion, 1965); la paródica y sanguinaria El baile de los vampiros (The Fearless Vampire Killers, 1967); la trágica y angustiosa Macbeth (Macbeth, 1971); la turbadora y deprimente Chinatown (Chinatown, 1974); la inquietante y absorbente El quimérico inquilino (Le Locataire, 1976); la áspera y sombría Lunas de hiel (Bitter Moon, 1992); la amarga y escabrosa La muerte y la doncella (Death and the Maiden, 1994) son, en efecto, las mejores tarjetas de presentación de un creador profundamente condicionado por su pasado. Obras que se convierten en severos testimonios de un artista que intenta ajustar cuentas con un pasado impregnado de dolor donde no se da la menor tregua a la esperanza y sí en cambio a la reflexión abierta y franca sobre el papel que desempeña el hombre cuando se transforma en víctima propiciatoria del odio irracional y de la violencia más arbitraria y desbocada.

En El pianista (The pianist, 2002), su siguiente trabajo tras la polémica y parcialmente fallida La novena puerta (The Ninth Gate, 1999), Polanski vuelve a evocar las páginas más amargas de su vida personal: los campos de exterminio, las huidas, las torturas, la muerte, la impotencia y la soledad del hombre frente a fuerzas devastadoras que no puede controlar. El peculiar universo de este autor, perfectamente plasmado también en su espléndida versión de Oliver Twist, dirigida en 2005 a partir de un guión de Ronald Harwood, se agita de nuevo en un contexto internacional donde la bestialidad y el crimen masivo están adquiriendo otra vez su más siniestra e inhumana carta de naturaleza al tiempo que deja al descubierto una siniestra estela de horrores que ni Polanski, en sus noches más sombrías, hubiese podido siquiera imaginar.

Con El escritor (The Ghost Writer, 2010), basada en la novela homónima del popular novelista británico Robert Harris, vuelve a demostrar su enorme capacidad para urdir tramas perversas en medio de un clima de absoluta amoralidad donde casi nada, ni casi nadie es lo que parece. Turbio y truculento, como casi todo su cine, se trata, sin duda, de uno de los thriller políticos más inteligentes, complejos y originales producidos durante las últimas décadas. Sobre Un dios salvaje (Carnage, 2011), una comedia de tonalidades aparentemente amables que acaba transformándose, sin que apenas percibamos el cambio, en un dramático ejercicio de streeptease psicológico entre sus cuatro protagonistas, se han vertido los comentarios críticos más elogiosos, destacando con pasmosa unanimidad el prodigioso sentido de la puesta en escena que exhibe el cineasta polaco en su empeño por desvelar las miserias que ocultan a menudo los comportamientos sociales.

En La Venus de las pieles (La Vénus a la fourrure, 2013), su último trabajo hasta la fecha, Polanski, curado ya de todos los espantos posibles, vuelve a incidir en esos juegos climáticos marcados por la obsesión y la angustia que tanto proliferan en sus filmes. En esta ocasión, su juego, más minimalista que nunca, se reduce a un tortuoso tête-à-tête entre una actriz teatral (Emmanuelle Seigner) y su director (Mathieu Amalric) en medio de unos fatigosos ensayos que pondrán en entredicho muchas de las certezas de las que ambos han hecho gala antes de iniciar su trabajo escénico. En resumen, otro aldabonazo más en la ascendente carrera profesional de este infatigable explorador de la conciencia al que se le debemos algunas de las experiencias intelectuales más gloriosas y complejas de nuestra dilatada vida cinéfila.

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