Los griegos, pueblo de geografía isleña, han dado el nombre a la Macaronesia, la tierra feliz que nos acuna. Desde este Atlántico medio se hace necesario mirar con entrañable fraternidad la cultura mediterránea de los helenos, de la que Canarias es “nuestra estación terminal”, en palabras de María Rosa Alonso. El ser pobre en Grecia no suponía ninguna desgracia y nada de admirar tenían los ricos y su condición. La única desgracia en la Atenas clásica consistía en no pelear para escapar de la pobreza o utilizar las riquezas de forma indigna. La democracia total que Pericles imaginó renace el próximo domingo, cuando los griegos acudan a las urnas para decidir su porvenir en la Unión Europea, una Europa que nace de ellos y con ellos. Aunque cambien de moneda y de bloque, aunque se unan a la Rusia de Putin, representan uno de los pilares de nuestra civilización. Cuando se habla de Grecia, por imágenes recientes que se presenten, de colas en los bancos, de viajes turísticos y cruceros, de visitas reales o virtuales, la mente se vuelve al pasado, a la olímpica península enriquecida por sus islas. Esa que alimenta Canarias de mitos clásicos. La Atenas que se lee a Rex Warner en “Pericles el ateniense” ilumina estos crísticos momentos de finanzas y euros. Ningún sistema de gobierno es perfecto, conocían desde hace siglos los griegos. Y como la condición humana es la que es, ninguno puede serlo, nos fueron anticipando. La democracia era vista como un mal menor pero como un sistema que garantizaba la libertad. Cómo no van a votar los griegos. Platón estaba convencido de que la moralidad y la política resultaban incompatibles. Sócrates sostenía que la justicia era el objetivo de la política y prefería sufrir la injusticia a cometerla. Tal vez, en el fondo, Alexis Tsipras pretende algo similar. Son deficiencias propias de la naturaleza de la democracia. Los griegos tienen la palabra. Las islas de la Macaronesia los escuchan.