Días oscuros, en los que se dibujan sombras. Siluetas sin definir, como borrosas, pero aparecen, están ahí. ¡Las veo!

No sé si la realidad es lo que ellas me producen, o quizás sea solo el reflejo al intentar ver a través del cristal del frasco.

A veces, cuando me encuentro dentro de él y miro al exterior me pregunto. ¿Para qué observar lo de fuera? ¿Lo que he dejado atrás? Será por comprobar que es realmente una metamorfosis lo que me hace vivir esta experiencia, que aunque lo hago en muchas ocasiones, yo, ni me lo creo, porque una vez más es un regalo más. Como embriagado de placer, de pasión, de extrañeza.

Cuando estoy fuera de él, lo admiro, y lo añoro. Miro con delicadeza su contorno, el color con que se muestra, su olor. El reflejo que da la luz al tropezar fugazmente en sus bordes, en sus aristas curvas. Unas veces verdes, como un manto de hierbas del campo, otras azules, como si se tratase del plácido mar que me rodea, y otras rojo, como si fuera el reflejo de fuego de pasión.

Si entro en su magnífico mundo, me supera y me hace ser lo que realmente no creo ser. Es igual. ¡Me gusta!

Pero tengo temor. El temor a quedar encerrado en la cárcel de cristal. Que no corra el aire fresco del amanecer. Que los días se vuelvan tristes y oscuros. El hecho de pensar que un día no me llegue la luz que me alumbra, con su intensidad, su ternura, su manera de guiarme por entre tantos caminos del destino,... me asusta.

Pero en un instante, ese miedo se transforma nuevamente, como por arte de magia o brujería. Y es entonces cuando se convierte en ilusión y fantasía. Así lo llaman algunos, yo, simplemente lo llamo sueño. Y soñar es magnífico. Es una experiencia única.

Si. Si que lo es, aunque lo haga.... dentro de una botella de cristal.