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JOSÉ ANTONIO, MI HIJO (Totoyo Millares)

Yo he tenido la fortuna de tener hijos de mi sangre, de quererlos y de que me quieran. Mis hijos, los más grandes, han crecido llevándome por el camino del cariño y devolviéndome la parte de la vida que les di con la decencia de hacerse cada uno de ellos su propio camino. Los tres más pequeños están aún a mi sombra, pero no me cabe duda de que seguirán el ejemplo de los más grandes.

Yo soy el pequeño de los hermanos de una familia en la que éramos muchos. Así, la vida me ha regalado más años, por ser el benjamín, que muchos que ya se fueron y que han dejado, en su partida, una huella imborrable en mi corazón. Pero la sangre, "esa orden que viene de la sangre" como decía mi hermano mayor Agustín en uno de sus poemas, no señala sólo una paternidad.

Ayer se me murió un hijo que no era de mi sangre, pero al que yo crié desde pequeñito - porque me lo trajeron sus verdaderos padres-, en los secretos de un instrumento de cinco cuerdas que me ha acompañado toda la vida.

Quizás no toda mi vida, porque abandoné el timple, cansado de tanta desidia y falta de apoyo, durante un largo periodo de tiempo. José Antonio Ramos, el mejor de entre todos mis discípulos, me salvó de aquel silencio y gracias a él y otros amigos pude volver a sentir que algo de lo que había hecho en mi vida merecía la pena. Fue encontrarme con viejos y nuevos escenarios y con el cariño de canarios y extranjeros que creo que disfrutaron mucho con nosotros y con lo que hicimos en Las manos del Maestro, un espectáculo que hicimos juntos. José Antonio hacía cosas en solitario, con el timple, que eran lejanas a mi mundo porque mi escuela y mi estética musical fueron otras, pero yo comprendía y respetaba el derecho a construir su propio lenguaje.

Y lo más importante para mí es que cuando nos uníamos para tocar mis canciones y las cosas tradicionales de Canarias, nuestra compenetración era perfecta.

Entonces yo recordaba los días de mi Academia de Triana y a aquel aplicado y tímido niño que un día me trajeron sus padres desde el corazón de la Isla, Artenara. Y cuando observaba sus manos rasgueando junto a las mías -yo apoyándome en las suyas- me sentía orgulloso, muy orgulloso, de haber sido su Maestro. Ayer se me murió un hijo, el hijo en el que yo deposité los secretos de mi timple. Que descanse en paz.

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