Entre la vasta y muy perturbadora filmografía de Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922/ Roma, 1975), uno de los talentos intelectuales más desbordantes y prolíficos del siglo XX, Pocilga (Porcile, 1969) sigue ocupando, sin ningún género de dudas, un lugar preeminente entre sus legiones de exégetas pues, hasta la llegada de Saló o los 120 días de Sodoma ( Salò e le 120 giornate di Sodoma, 1975), obra de un contenido político incisivo y demoledor, su particular cruzada contra los manejos del poder totalitario, tanto en el frente ideológico, como en el social y el religioso que han caracterizado siempre su cine desde su glorioso debut con Accatone (1961), nunca había mostrado un signo de virulencia dialéctica inaudito.

Precisamente, el tema religioso devino constante en su trabajo y en sus debates públicos, con una profunda apelación a la espiritualidad frente al arrollador consumismo capitalista, del cual fue siempre un abierto y enconado adversario. Pasolini, cuya obra conserva en la actualidad toda su vigencia, resultó un gran polemista desde el periodismo, a través de sus filmes y sus libros y, sobre todo, por la incómoda diversidad de su personalidad ante los medios conservadores que pregonaban una conciencia revolucionaria más teórica y retórica que factual. Su muerte víctima de una brutal agresión resultó el corolario de la persistente hostilidad que conoció en vida, pese a la cual entregó a la cultura italiana obras trascendentes en cine y en literatura.

Inspirada en un guion del propio autor, Pocilga recoge dos relatos situados en un pasado indeterminado, que se yuxtaponen constantemente para crear una atmósfera de caos absoluto. Está, por un lado, la historia de Julián, un joven burgués encarnado por Jean-Pierre Léaud, que rechaza casarse con su prometida (Anne Wiazemsky) en protesta por los negocios de su padre con los nazis y, por otro, la extraña historia de un caníbal, ataviado con un extraño casco medieval, que interpreta, con su habitual displicencia, Pierre Clémenti. Ambas tienen su nexo de unión en la diatriba radicalmente moral que preside ambos guiones: obedecer o morir, someterte al yugo de los poderosos o desaparecer en medio de un "enorme océano de marginalidad", que diría Pere Gimferrer.

Tienen en común ambos relatos un vínculo claramente poético o, si se prefiere, la propia idea que inspira el filme: alternar un episodio virtualmente mudo, el del caníbal, con otro donde la palabra adquiere un protagonismo cuasi sacramental, el de Léaud, para vehicular un discurso que en la obra de Pasolini se ha convertido en todo un leitmotiv con el que ha conseguido uno de los grandes objetivos de su carrera como autor comprometido hasta las cejas con su ideario libertario: agitar los cimientos de la ética en una sociedad sobre la que gravita, como espada de Damocles, la temible sombra del totalitarismo.