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Todas las fiestas de ayer

El Museo Internacional de Arte Contemporáneo de Lanzarote acoge estos días la exposición 'All Tomorrow's Parties"

Proyección de la película 'Canoas', de Tamar Guimaraães, en el MIAC. MARIANO DE SANTA ANA

Comenzaré con una anécdota que me relató en su momento Pepe Dámaso y cuyos datos he ampliado estos días con el propio artista y pesquisas en libros e internet. Abril de 1967, The Gymnasium. Dámaso acude a esta discoteca de moda en Nueva York junto a César Manrique. En el establecimiento se celebra el happening multimedia El Plástico Explosivo Inevitable, ideado y producido por Andy Warhol y Paul Morrissey y en el que la Velvet Underground & Nico cantan de espaldas al público, mientras Gerard Malanga y Mary Woronov bailan con látigos y el fotógrafo Stephen Shore hace las veces de operador de luces. Las películas Sleep, del propio Warhol, y Chelsea Girls, codirigida por éste junto a Morrissey, se proyectan sobre artistas, público y paredes. Además se pasan imágenes en movimiento de empaquetado de plátanos, pues es inminente el lanzamiento del primer disco de la Velvet, cuya portada representará, precisamente, un plátano pintado por Warhol. El artista se pasea por The Gymnasium como un voyeur distante y Manrique, que lo conoce de fiestas en la Factory, su estudio, le presenta a Dámaso. "Era un desaborío", recuerda. En un momento dado, Lou Reed, John Cale y el resto de integrantes de la Velvet interpretan con Nico la canción All Tomorrow's Parties, que Reed escribió inspirado en el entorno warholiano, y que es, justamente, la que da título a la exposición que acoge estos días el Museo Internacional de Arte Contemporáneo de Lanzarote (MIAC), en la que Warhol y Manrique tienen un papel protagónico.

Concebida en torno al peso de las fiestas en el arte y la cultura a partir de los años sesenta, All Tomorrow's Parties, comisariada por Gilberto González y Néstor Delgado, activa documentos sobre el mundo de Manrique -como los bailes embelesantes en Los Jameos del Agua-, junto al filme Canoas, de Tamar Guimarães, que recrea un cocktail en la famosa casa de Niemeyer en Río; el vídeo Toro Mar, de Irene de Andrés, sobre las discotecas abandonadas de Ibiza, y documentales de Jonas Mekas sobre Warhol y la Factory. Lejos de armar un relato lineal, con todo ello Delgado y González han construido una bola de espejos que refleja imágenes dialécticas en múltiples direcciones.

Mezcla de euforia y ansiedad, de aceleración y relax, de movilización masiva de cuerpos y signos y de anhelo de relaciones no mediadas con el mundo, los sesenta inauguran un estadio avanzado del capitalismo que sigue siendo el nuestro, en el que la experiencia es cooptada cada vez más por la lógica del beneficio económico. La ambigüedad y la paradoja atraviesan al arte que explora sus condiciones de posibilidad en este contexto y por ello resulta especialmente subyugante la vecindad en la muestra de Manrique y Warhol, quienes encarnan emblemáticamente estas contradicciones.

En sus documentales sobre la Factory, Mekas puso el acento en la apertura, inusitada para la época, del estudio de Warhol. Por allí pasaba mucha gente: artistas, cineastas, bailarines, cantantes pop, figuras de la vida social, superestrellas y aspirantes al estrellato a quienes la rubia platino otorgaba sus quince minutos de fama. En un ambiente de fiesta incesante, el artista, que había asimilado el modelo de Hollywood, hizo de su espacio un plató donde observaba y grababa a los visitantes-figurantes, un recinto fabril en el que la espontaneidad se insertaba en la producción en serie, mientras Warhol aceptaba todo con indiferencia y proclamaba no ser un autor sino una máquina. Es lógico que, después de trasegar unas cuantas copas en otro sarao del momento -éste seguro que no en la Factory-, Willem de Kooning le espetara a Warhol: "Eres un asesino del arte, eres un asesino de la belleza, eres un asesino hasta de la risa. No soporto tu obra".

En su libro El medio es el masaje, Marshall McLuhan ilustró con una fotografía de El Plástico Explosivo Inevitable la aseveración de que "El tiempo' se ha detenido, el 'espacio' ha desaparecido. Ahora vivimos en una aldea global, (?) en un happening simultáneo". La aldea global, integrada lo mismo por rascacielos neoyorkinos que por caseríos de Lanzarote conectados por los medios de masas, es la megaciudad mundial que refiere en algún sitio Robert Smithson, con zonas más densificadas -como Manhattan- y otras menos -como el Lanzarote que Manrique y su factoría adecuaron para disfrute de los turistas que arribaban con la democratización del viaje-.

Manrique, que, lo mismo que Warhol, incluyó en su quehacer artístico la producción de imágenes comerciales, impuso la erradicación de las vallas publicitarias de los márgenes de las carreteras lanzaroteñas, un gesto de marketing paisajístico para consolidar su propia marca en la isla. Simultáneamente, con su Monumento al campesino erigía la estela funeraria de la cultura rural que su proyecto turístico empujaba hacia la extinción. De este modo la antigua fiesta campesina, en la que se despilfarraba el excedente agrícola -cuando lo había-, fue progresivamente relegada por la celebración moderna de la industria del viaje, fiesta sin sacrificio en la que todo es reintroducido en la circulación incesante del Capital.

En pocos años Manrique se convirtió en la segunda naturaleza de Lanzarote y todo, sus fantasías constructivas en espacios volcánicos, lo mismo que paisajes como Timanfaya, Los Hervideros o el Malpaís de La Corona, atravesados por carreteras escénicas ideadas por él, adquirió manera y fuerza de signo de consumo. También la arquitectura vernácula o neovernácula, construida según las pautas que dictó, y cubierta, a instancia suya, con pintura acrílica blanca brillante, que con la luz solar reverbera fantasmagorías fílmicas. De este modo, los turistas que contemplan el entorno insular a través del parabrisas del automóvil experimentan el dictum de Warhol: "Si realmente quieres que la vida pase ante ti como una película, viaja y podrás olvidar tu vida".

El kitsch fue para Warhol un medio conductor, manipulable con los guantes de la ironía, para fusionar la negación del arte y el desborde del fetichismo de la mercancía. Manrique, en cambio, seguro de sus poderes para cumplir la promesa de felicidad de lo bello natural, cayó de lleno en el kitsch sin consciencia de ello. Hay pues una inequívoca dimensión kitsch en los Jameos del Agua, que el lanzaroteño quiso convertir en la "discoteca más bonita del mundo". Pero, aparte de su espectacularidad espacial, hay otros aspectos en este centro turístico que resumen las paradojas y ambigüedades de los sesenta: no es el menor que este artista protegido del franquismo y admirador de Wilhelm Reich, el pensador freudomarxista que preconizaba la liberación política mediante la liberación sexual, construyese en plena dictadura nacionalcatólica un espacio de baile en un tubo volcánico donde, bajo los efectos del alcohol y de las canciones lascivas de James Brown -cuyos discos Manrique traía directamente de Nueva York-, los cuerpos semidesnudos se rozaban en la piscina.

Lanzarote no fue la única isla anómala en la España franquista de los sesenta. Como se sabe, Ibiza se convirtió entonces en un punto neurálgico internacional del movimiento hippy. Pero, al igual que sucediera con la escena underground neoyorquina, el hedonismo de los hijos de las flores puso las bases para la proliferación del negocio discotequero. En su vídeo Toro Mar. Donde nada ocurre, Irene de Andrés hace una prospección en los vestigios de este último, con hincapié en la sala que da nombre a su obra. Abierta junto a las salinas de Ibiza como escuela taurina con restaurante y espectáculo flamenco, su reclamo castizo no le trajo el éxito. Luego se intentó transformar el local en una discoteca de lujo, para lo que se comenzó a construir en él una cúpula que habría de albergar una pista donde bailarían hasta los pasajeros del Concorde, llegados en un vuelo fletado al efecto en Estados Unidos. Pero, carente de licencia y emplazada en zona protegida, la obra se paró y, finalmente, la estructura fue demolida. Hoy, escenario de raves ilegales, la imagen de este recinto decrépito convoca ante el vídeo de Irene de Andrés al fantasma de Walter Benjamin, el filósofo que amó a Ibiza y que describió el progreso como una tempestad que multiplica las ruinas.

En el contexto de esta exposición, la estampa de la Casa de las Canoas, que Oscar Niemeyer se construyó como su vivienda de Río de Janeiro en los años cincuenta, me genera en la mente asociaciones, sin duda triviales, con los Jameos del Agua y otras intervenciones de Manrique. Si quiera porque el arquitecto brasileño excavó una roca para hacer parte de la casa, por su jardinería exuberante, y por la gran piedra que penetra en su piscina. Según cuenta en algún sitio Tamar Guimarães, realizadora del filme Canoas, en los sesenta, cuando Niemeyer no la habitaba, la vivienda fue escenario de fiestas orgiásticas durante los carnavales cariocas en las que tomaban parte miembros de las clases altas nacionales y extranjeras. Ahora, en la ficción de esta película, jóvenes, también locales y foráneos, de la "izquierda-caviar" celebran un guateque en este icono glamuroso, recurrente en el cine, la televisión y los desfiles de moda actuales, y, entre asunto y asunto, conversan sobre Lygia Clark y Hélio Oiticica, referentes del arte brasileño de los sesenta convertidos en postales para el turismo del arte, las canciones de Macalé, la poesía neoconcreta de Ferreira Gullar, la revolución y la calidad del champagne. Y así, espejos paródicos, en buena medida, de nuestra condición contemporánea, desean sobre todo desear, recuerdan como souvenirs las agitaciones políticas y culturales de ayer y están persuadidos de que la próxima fiesta será siempre mejor.

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