Conocí a Martín Chirino, yo un jovenzuelo de poco más de veinte años, en la década de los años cincuenta del pasado siglo. Y no por casualidad, sino por razones de mis obligadas visitas al santuario antiguo de San Juan de Dios, regentada por los franciscanos en la calle Perdomo. La razón era sencilla: mi hermano José Pablo -fallecido hace pocos años en Roma- hizo allí una especie de noviciado antes de ingresar definitivamente en la Orden de San Juan de Dios. En aquellos años se levantaba el actual templo, que fue una realidad por el empeño y tesón de uno de sus frayles: el conocido padre Salvador Sierra Muriel, razón por la que inició el vínculo, digamos que profesional, de Martín Chirino con la Orden, pues recibió el encargo de una obra escultórica.

Y fue precisamente por ésta razón por la que conocí al joven Martín Chirino, que todos los días trabajaba en la parte trasera del todavía aquel viejo edificio -mientras que en el solar de al lado se levantaba le nueva obra- en la realización del San Antonio de Padua que todavía hoy se enmarca en la hornacina situada en su frontis de aquel pequeño templo. Fueron muchos meses, acaso poco más de un año, en los que el escultor tallaba en piedra la figura de santo Taumaturgo.

Recuerdo que en mis encuentros, mucho tiempo después, con el escultor le evocaba estos recuerdos, pero confieso, por intuición, que a él creo que nunca le gustó presumir de esta obra, clásico en los inicios de un artista que luego evoluciona hasta convertirse en el universal ahora fallecido a los 94 años.