La pareja literaria Sylvia Plath y Ted Hughes

Una relación tortuosa marcada por el trastorno bipolar que desembocó en el suicidio de la escritora y los continuos desprecios de él hacia la mujer que le había ayudado a encumbrar su carrera. Algunos versos de Plath y Hughes propician formas de pensar que trascienden lo superficial al estar centrados en aquellas emociones positivas y negativas que dieron, en su tiempo, la supervivencia inmediata del idilio

Sylvia Plath y Ted Hughes.

Sylvia Plath y Ted Hughes.

Santiago J. Henríquez

En una carta de agosto de 1817 que John Keats dirige a sus hermanos en un momento de gran profusión epistolar, el poeta de Londres concluye que, en la obra dramática de William Shakespeare, lo que el espectador ve y escucha decir a los intérpretes de su obra sobre el escenario no es lo único que importa. El autor de Sueño y poesía argumenta que las composiciones del genio de Stratford-upon-Avon descansan en la duda y en la indagación. En el marco teatral de la segunda mitad del siglo XVI, la mayor parte de los dramaturgos de Inglaterra que consiguen llevar su obra a los escenarios de algunos de los teatros más importantes de la ciudad como The Rose y The Globe Theatre, pretendían que el público iniciara una búsqueda que fuera más allá de la simple suposición, cuestionara sus propias conjeturas sobre la obra y adoptara, finalmente mediante el ejercicio de estos hechos, nuevas perspectivas sobre el conocimiento real de las cosas. En lugar de llegar a una conclusión inmediata sobre un gesto, una acción, una puesta en escena o la propia ejecución de la obra, el joven poeta aconseja tomarse un tiempo para analizar, partiendo de las funciones shakesperianas, sus propias capacidades y experiencias desde ópticas contrarias, opuestas o incompatibles entre sí. En dicha carta, el que fuera uno de los principales poetas del Romanticismo anglosajón declara que, en la comedia isabelina, los géneros se entremezclan con una extraordinaria naturalidad lo que hace necesario acercarse a la obra del bardo de Avon con una cierta capacidad de sumisión, o humildad, en términos de capacidad negativa, al concluir que, en Shakespeare, nada es lo que parece ser y que, a tenor de lo visto en sus innumerables representaciones, aún le quedaba mucho por aprender de sus personajes y de su producción teatral.

Sylvia Plath y Ted Hughes se conocieron con 22 y 26 años respectivamente en una fiesta de ambiente bohemio organizada, en el otoño de 1956, por los antiguos estudiantes de la Universidad de Cambridge. En el curso académico anterior, la escritora de Boston había decidido dejar atrás a su primer novio, Dick Norton, la amplia relación de desencuentros con su madre, Aurelia Schober, y el ambiente universitario del Smith College de Massachussetts para, con una beca Fulbright obtenida gracias a su excelente preparación académica y futuros proyectos en el campo de la edición, la literatura y el ensayo, viajar a Inglaterra donde, de forma casi inmediata, conocería a su futuro marido. «Había una foto de aquel año / de los becarios Fulbright», revela Ted Hughes en uno de los poemas dirigidos a Sylvia Plath, la mujer con la que se casó y tuvo dos hijos, antes de fallecer en 1998. «¿Estabas tú entre ellos?», se pregunta en uno de los poemas incluidos en Cartas de cumpleaños, la obra en la que el citado poeta decide romper el silencio que lo mantenía atado a sus heridas e incluye versos sobre algunos de los episodios que llenaron de anécdotas sus vidas. «Aprecié tu pelo largo, ondulado y suelto / el tupé a lo Verónica Lake. / No lo que escondía. / Tu exagerada sonrisa americana / ante las cámaras, los jueces, los amedrentadores, los extraños… Luego lo olvidé».

El arte de morir

En Diarios completos, el poemario que Sylvia Plath finaliza antes de su fallecimiento en la madrugada del once de febrero de 1963, la escritora estadounidense evidencia los motivos y el largo proceso que la llevó finalmente al suicidio. «Morir es un arte», desvela amenazante en Lady Lázaro a un público sin especificar; «como todo lo demás», continúa. «Yo lo hago excepcionalmente bien. / Tan bien, que parece un infierno. / Tan bien, que parece de veras. / Supongo que cabría hablar de vocación». ¿Son estos versos los que hemos de considerar como la parte más definitiva de su obra? ¿Justifican este tipo de composiciones su vida?

Esther Greenwood, el yo ficticio de Sylvia Plath en La campana de cristal, descubre de manera fehaciente cuáles son las heridas de su progenitora. El prematuro fallecimiento de su padre, Otto Plath, cuando Silvia era tan solo una niña de nueve años, la alta competitividad existente entre sus compañeras de colegio o la severidad con la que la trataron algunos profesores en su formación básica actuaron como el detonante inicial que, a los quince años, la llevarían a perder el control sobre su estado de ánimo y describir oscilaciones que iban desde la euforia patológica a la depresión sin que ninguna de ellas estuviera relacionada con factores procedentes del mundo exterior. Posteriormente, el desencanto de sus relaciones amorosas y el ir claramente a menos en sus capacidades creativas e intelectuales hizo que intercambiara los libros por la lectura de la prensa amarilla norteamericana que semana tras semana la sorprendía con titulares escandalosos y artículos relacionados con el suicidio, el crimen y todo tipo de enfermedades mentales que se interpretaban sin respeto a la medicina y a los tratamientos disponibles.

Equilibrio

Las debilidades del sistema de salud en la América de Truman, hacían inviable que una paciente con las características de Esther Greenwood alcanzara la estabilidad psicopatológica necesaria para conducirse en el día a día con cierto equilibrio. A pesar de los esfuerzos del citado presidente por instituir la idea de un plan nacional universal de atención de la salud junto a otro paquete de medidas que incluían el seguro médico federal, la construcción de la seguridad social y la creación de un Departamento de Bienestar, no se logró establecer una cobertura nacional de seguro de salud significativamente amplia. Víctima del individualismo extremo de la sociedad norteamericana que veía en la autosuficiencia, la aversión al gobierno y el rechazo a la caridad de otros algunas de las virtudes tradicionales de su sociedad, la joven Greenwood intenta sobrevivir a fuerza de voluntad a sabiendas de que hay determinados aspectos que, de acuerdo con su patología, podrían actuar como desencadenantes de un cuadro depresivo determinado. «Nunca podré reunirte íntegramente», concluye la joven Plath en clara referencia hacia su padre en El coloso, su primer libro de poemas, «juntar, pegar, articular como corresponde… / Oh padre, tu solo / eres una referencia histórica tan importante como el Foro Romano… / Aquí merendando, en una colina de seres siniestros…/ Y cuento estrellas rojas y estrellas color ciruela… / Ya no escucho más el roce de la quilla / contra las sordas piedras del desembarcadero2.

La mayor parte de las biografías realizadas sobre su vida, su historia de amor con Ted Hughes, sus viajes, sus hijos, sus amigos y su obra parten de la premisa de que su literatura y su existencia se entrecruzan y retroalimentan. «En mí vive un grito», suspira en El olmo al intentar desenmascarar la verdadera identidad de su tortura. «Por la noche aletea», continúa en Ariel y otros poemas, el último poemario de Sylvia Plath publicado póstumamente por Ted Hughes en 1965, «buscando con sus garras, un objeto de amor. / Me aterroriza ese algo oscuro / que duerme en mi interior; / percibo durante todo el día su levedad, como la suave pluma, su maldad».

Salud mental

Las distintas semblanzas realizadas por Edward Butsher, Linda Wagner-Martin, Anne Stevenson, Paul Alexander y Ronald Hayman publicadas en el último tercio del siglo pasado pretendieron, por un lado, ser definitivas: contar la verdad sobre sus altas dosis de creatividad y experiencias anti-Hughes, aun siendo, en verdad, muestras de un fenómeno literario que en los últimos años se ha procurado estudiar en relación con los avances de la psicología y el desarrollo de los cuidados de la salud mental.

En términos de capacidad negativa o humildad en el acercamiento a la verdadera relación habida entre Edward James Hughes y Sylvia Plath conviene alejarse de algunos tópicos que, aunque hayan sido fuente de alimentación negativa en la vida de Silvia Plath según delata ella misma en las distintas cartas enviadas a la doctora Ruth Beuscher Barnhouse, su psiquiatra y amiga, obstaculizan la proyección de su poesía confesional y posmodernista en favor del análisis de ciertos temas tabú en la sociedad norteamericana de los años cincuenta como de hecho lo eran las enfermedades mentales, la sexualidad y el suicidio.

Si atendemos a las reflexiones de John Keats con las que abríamos el presente trabajo diríamos que, al igual que sucedió al autor de La bella dama sin piedad con la obra dramática de William Shakespeare, la historia de amor y de violencia entre Silvia Plath y Ted Hughes continuará siendo una crónica mal contada, con partes que no han sido suficientemente bien conocidas y versiones oficiales mutiladas que, desde el fallecimiento de la compositora estadounidense en 1963, han hecho de la suposición un razonamiento.

Violencia de género

Aplicando dicha disposición en ambos poetas, quizá fuera Hughes la reencarnación de Alcibíades Clinias Escambónidas, el estratega ateniense que desarrolló un papel fundamental en la guerra del Peloponeso cinco siglos antes de nuestra era común, una veces, cambiando su lealtad y, otras, granjeándose poderosos enemigos a través de la traición y tácticas de lucha poco convencionales. En parecidos términos, quizá fuera Sylvia Plath un caso de violencia de género en la que la hegemonía del varón relega al «sexo débil» a ciertos deberes u officia mulieri ya compendiados en la amplia specula feminarum de la antigua Roma. O, tal vez, suspendiendo el juicio de todo lo anterior como quiso hacer Keats sobre la crítica shakesperiana anterior al Romanticismo y, anteriormente, Kant en sus teorías sobre el sujeto como la fuente que construye el conocimiento del objeto, Sylvia encontró en Ted lo que ella creía que era su ideal y Ted halló en Sylvia la imagen de una mujer con la que iba a parar el futuro: una escritora inteligente, alta, rubia, guapa, muy brillante y, además, admitida por la Universidad de Cambridge. Pero la relación se llenó de humo y de ruido como si aún estuvieran conociéndose en la mitad del barullo de aquella fiesta del 56 repleta de amigos y de los aromas de la moderna juventud.

Escrito entre 1966 y 1969, algunos años después de la muerte de Sylvia Plath, de Assia Wevill, su amante, y de su hija Shura, Canción de amor continúa siendo uno de los poemas más leídos de Cuervo, el poemario de mayor éxito de Ted Hughes hasta ese momento. Sin tantos deslumbramientos del uno por el otro pero como si una parte de Silvia, o de Assia, sobreviviera en algún rincón de Ted, el poeta de Yorkshire, concluye: «Sus cabezas se apartaron en el sueño / como las dos mitades de un melón partido. / En sus sueños», confiesa sin atender en ningún caso a cualquier tipo de desigualdad o cataclismo entre el narrador y su pareja, sino al espacio que los amantes ocupan en algún lugar de la razón del otro. «El cerebro de uno tomó al otro de rehén. / En la mañana cada uno llevaba el rostro del otro».

Nacida el 27 de octubre de 1932, Silvia Plath hubiera cumplido la edad de 66 años apenas un día antes del fallecimiento de Ted Hughes el 28 de octubre de 1998. El presente trabajo es tan solo un tributo a sus memorias.

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