La novela de la infancia

En su libro ‘La ciudad de los hombres solos’ Dolores Campos-Herrero deja constancia de la importancia de la ficción en su vida

Dolores Campos-Herrero.

Dolores Campos-Herrero. / Antonio Bordón

Antonio Bordón

Decía el escritor japonés Yasunari Kawabata que «ninguna palabra puede decir tanto como el silencio». Durante mucho tiempo guardé silencio. Me negué a pronunciar su nombre. A escribir su nombre. Nada. Silencio. Pero el silencio también es ruido. Siempre escucharemos, al menos, nuestro corazón, la sangre que fluye. Un latido permanente, una agitación constante, aun en los momentos de calma. Silencio. Ruido. Silencio. Contrarios que se cruzan una y otra vez en nuestras vidas.  La muerte de Dolores Campos-Herrero en 2007 me dejó sin palabras, sin la necesidad de ninguna palabra, salvo las de sus libros –Alejan-dra me mira, Basora, Veranos mortales, Chanel número cinco, Fieras y ángeles o Una vida imaginada–, pero sobre todo me dejó un vacío difícil de llenar.

En los últimos tiempos nos veíamos poco, tres, cuatro, cinco veces al año. Pero de alguna manera esto de no ser cercanos se parecía a una forma de estar cerca, o como escribió Julio Cortázar en Rayuela sobre los encuentros y desencuentros de La Maga y Horacio Oliveira: «Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos». Nuestros encuentros, aunque breves, eran siempre calurosos. Al igual que nuestras conversaciones sobre libros: «Antonio, tienes que leer esta novela increíble de tal y cual». Hace mucho que no escucho estas palabras. Hace mucho que Lola no está. Cuando pienso en su muerte me vienen a la mente estos versos de Anne Sexton: «Seré una cosa ligera / entraré en la muerte / como las gafas perdidas de alguien?. Pero lejos de desaparecer, permanece entre nosotros, con una insistencia feroz». 

Su obra ha ido creciendo con el tiempo en tamaño e importancia hasta verse reflejada en el Día de las Letras Canarias en 2022. No obstante, su último libro, La ciudad de los hombres solos, publicado en la Biblioteca Básica Canaria, es el que me ha llevado a romper ese silencio del que hablaba antes. Porque de alguna manera me he visto reflejado en él, no en el título, sino en sus personajes principales, Oliver y Twist, que al fin y al cabo son el mismo, como si se tratase de un juego de espejos. Dolores Campos-Herrero era una escritora que se proyectaba sin cesar en sus personajes. El mundo está repleto de gente que cree que es el escritor, pero en realidad es el personaje.

Quizás convenga hacer aquí una aclaración antes de seguir. Lola no era un personaje con ínfulas de escritora, como los que abundan en las redes, sino una escritora con delirios de personaje. Lola podía ser un día Robinson y al otro Viernes, Anna Karenina y el conde Vronsky, la orgullosa Elizabeth Bennet y el prejuicioso Darcy, la sacrificada Amy –más conocida como la pequeña Dorrit– y la pequeña Maisie de la novela corta Lo que Maisie sabía. Las obras de Daniel Defoe, León Tólstoi, Jane Austen, Charles Dickens y Henry James, entre otros autores, atraviesan su biografía de principio a fin. La literatura de Dolores Campos-Herrero es principalmente memoria y, de forma especial, memoria de esos «veranos mortales» de la infancia repletos de lecturas. «La infancia», escribió Francisco Umbral, «es la única novela que todo hombre [o mujer] lleva completa y cerrada dentro de sí […]. Todo está haciéndose y deshaciéndose en nuestra vida, menos la infancia cerrada para siempre. Las otras novelas hay que hacerlas: la novela de la infancia se hace sola».

La fuerza que sostiene La ciudad de los hombres solos es el deseo de recuperar la infancia, algo que solo puede lograrse con la alquimia propia de los libros, como los que la señorita Harriett les proporciona a Twist y a Oliver en la novela mientras su padre John Comoseapellide está ausente: La flecha negra de Rober Louis Stevenson, Ivanhoe de Walter Scott, Los robinsones suizos de Johann David Wyss, El guardián entre el centeno de J.D. Salinger y El hombre delgado de Dashiell Hammett, entre otros. En La ciudad de los hombres solos Dolores Campos-Herrero deja constancia de la importancia de la ficción en su vida, no sólo en la de los dos hermanos Graves, que ese es su apellido. De los dos, Twist es quien ansía dejar de crecer como Peter Pan, aunque para ello tenga que llevarse su habitación volando a otra parte: «La habitación comienza a flotar en el aire. Busca otro solar, otro sitio. Deseo con todas mis fuerzas volver al lugar en el que siempre he vivido, una ciudad en la que nunca dejaré de ser niño. La ciudad de los hombres solos. Allí dónde no está permitido empezar de nuevo. Imposible regresar de ningún sitio».

Como señala Eduvigis Hernández Cabrera en la introducción del libro, Dolores Campos-Herrero era una «Tusitala», utilizando la feliz expresión con la que los nativos de las islas del Pacífico llamaron a Robert Louis Stevenson. Sin duda Lola era una verdadera contadora de historias, una cuentista instintiva, una fabuladora insólita, como solo puede serlo una niña encerrada en una casa de puertas cerradas y espacios vedados, con la imaginación como único juguete. La imaginación fue su mejor juguete. Solo la imaginación y los libros nos llevan de viaje. A través de la lectura pudo darle forma al mundo de afuera.

Lola tenía una «love story» con los libros, parecida a la que tiene el protagonista de Una soledad demasiado ruidosa de Bohumil Hrabal: «Ya no sé qué ideas son mías, surgidas propiamente de mí, y cuáles he adquirido leyendo, y es que durante estos treinta y cinco años me he amalgamado con el mundo que me rodea porque yo, cuando leo, de hecho no leo, sino que tomo una frase hermosa en la punta de la lengua y la chupo como un caramelo, la sorbo como una copita de licor, la saboreo hasta que, como el alcohol, se disuelve en mí, la saboreo durante tanto tiempo que acaba no solo penetrando mi cerebro y mi corazón, sino que circula por mis venas hasta las raíces mismas de los vasos sanguíneos».

Invito a los presentes a que abran La ciudad de los hombres solos por cualquier página y tomen una frase o un párrafo que les llame la atención, como, por ejemplo, este que podemos leer en la página 419: «Si me tropezara ahora mismo con el hada de los deseos, no le pediría que me volviera hermosa, ni que me diera fortuna como a esas señoritas que antes iban a Bath y ahora acuden a Brighton […]. Esto es lo que le suplicaría, que por favor, por favor, por favor, me volviera hombre». Ahora repasen con la lengua las palabras, sórbanlas como una copita de licor, saboréenlas hasta que, como el alcohol, se disuelva en la garganta, saboréenlas durante tanto tiempo que acabe penetrando en el cerebro y luego piensen por qué es necesaria una Biblioteca Básica Canaria segregada para escritoras en pleno siglo XXI. Por supuesto, la pregunta es retórica porque de otro modo ni siquiera existiría, como esos santuarios en el que se conservan especies raras que se extinguirían con rapidez si tuvieran que luchar por su vida en un hábitat pensado solo para el hombre, «el animal más comentado del universo», como escribió Virginia Woolf.

Por eso es necesario que leamos a Dolores Campos-Herrero. Porque es un animal único. Porque es capaz de meter a Dickens, a Peter Pan y a Henry James en una novela que reproduce de manera poética un modelo de realidad y salir ilesa. Porque nos hace prisioneros de su fantasía, porque es honesta, porque es irónica, porque se toma en serio la literatura, porque es oscura, porque es transparente. Porque a pesar de que pueda parecer que utiliza trucos para contarnos poco de sí misma –al escoger a un narrador masculino en La ciudad de los hombres solos–, en realidad nos lo está contando todo.

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