Artes escénicas

Romper la cuarta pared en un coche

El encuentro contracultural Festival Tara ofrece un programa de 10 piezas escénicas en lugares como El Guincho, El Baladero, Asociación Atlas o Talleres Palermo

La actriz María Quintana durante la performance del Festival Tara haciendo de taxista.

La actriz María Quintana durante la performance del Festival Tara haciendo de taxista. / José Carlos Guerra Mansito

Martina Andrés

Martina Andrés

El Festival Tara arranca su tercera edición con una propuesta de «teatro sobre ruedas». El Guincho acogía ayer esta performance a la que el espectador llegaba sin saber muy bien lo que se iba a encontrar: ¿quizá varios actores interpretando en un coche parado sobre la calle? ¿Serían ellos mismos los que tendrían que subir al automóvil? Había que aventurarse en el espectáculo para descubrirlo.

Es raro llegar a El Guincho de día. No encontrar la marabunta habitual de un martes o jueves por la noche cuando las cañas están a 60 céntimos y se ven decenas de personas y de vasos de tubo vacíos sobre las mesas. Hoy, el bar de Canalejas y las calles de su alrededor han sido testigos de una actuación teatral sobre ruedas, parte de la programación del Festival Tara que hasta el próximo 28 mayo estará presentando en distintas localizaciones las diez piezas escénicas que componen su tercera edición.

No hay más pistas en el cartel con el que este encuentro contracultural que arrancó el pasado 12 de mayo ha dado a conocer su primera actividad: las palabras y la imagen de unas manos sobre un volante nos reciben al entrar por la puerta. No sabemos muy bien lo que nos vamos a encontrar, quizá un coche parado con varios actores dentro, quizá somos nosotros los que tenemos que subir al automóvil. La actuación se hace para tres personas en pases de 15 minutos. Es la poca información que nos dan. Esperamos reposando la intriga sobre los bancos de madera. Miramos a nuestro alrededor y vemos que la mayoría de las asistentes son mujeres, a excepción de dos chicos que también esperan sentados.

Cuando llega nuestro turno, Patricia Jorge, directora del festival, nos indica que nos subamos a un Nissan que espera con el motor en marcha a un lado de la acera. En el asiento del conductor está la actriz, María Quintana, que se pone el cinturón mientras nos colocamos sobre los asientos.

—Ahí está. ¿Pues nos fuimos?

Cinturones abrochados. El coche se pone en marcha. María, que pronto descubrimos que es una taxista, sigue hablando.

—Ay, les tengo que decir una cosa. ¿Se lo puedo decir?

Asentimos.

—Le miré a los ojos, miré para atrás y dije bah, esto es un cinco como un piano. Porque no tiene usted cara ni de uno ni de tres.

Nos reímos y miramos por la ventana. Mientras, María, nuestra taxista improvisada —e improvisadora— nos cuenta la emisora que tiene sintonizada en cada uno de los números de su radio, que lleva siete años dedicándose a llevar a gente de un lado para otro, que ningún cliente le había pedido nunca que le llevara a El Guincho y, lo más importante de todo, que había que tener mucho cuidado con la tribu de «los sin pelo».

—Te la juegan, por 200 euros te la juegan mal. A un compañero mío hace dos meses, uno le pidió que le subiera en el taxi y le cortó el cuello.

—¿Qué?

—Te lo juro, ¿no lo viste en las noticias? Es que a nadie le importa, ni en las noticias lo ponen. A nadie le importa.

Nos volvemos a reír y pienso en que a excepción de algún matiz, casi que podría ser una conversación real un sábado al medio día con algún taxista. Poco a poco nos vamos soltando e interactuamos con ella. ¿Por qué no? ¿Acaso no estamos en un taxi? Nos da un poco de apuro, ¿y si metemos la pata y arruinamos la performance? Pero al final, el teatro, que avanza sobre las ruedas de un coche, es como la vida misma: somos nosotros, los espectadores, los que marcamos el devenir de los acontecimientos.

Y, como a veces ocurre en la propia vida, dejamos pasar la oportunidad de exprimir el momento por miedo a salirnos del guion. Aunque a priori no haya ninguno escrito, aunque dentro del taxi imaginario, como descubriremos al bajarnos, nada de lo que digamos puede ser tachado de correcto o incorrecto. Estamos ahí para improvisar, para dejarnos llevar aunque sepamos que todo no es más que un show que nosotros vamos inventando como parte de un pacto no escrito por el que todos asumimos que, efectivamente, estamos dentro de un taxi yendo a El Guincho.

Deberíamos haberle dicho a María que no íbamos a El Guincho, ¡si justo veníamos de allí! Deberíamos haberle dicho que por favor nos bajara del taxi en medio de cualquier calle porque nos daban miedo «los sin pelo». Deberíamos haberle dicho... Las posibles opciones de todo lo que podría haber sido nos vienen a la cabeza al bajarnos del coche. María nos pide que le paguemos quince euros, nosotros nos negamos y ella se ríe. Nos alejamos del Nissan gris y pienso en cómo será el próximo viaje con el próximo grupo que está a punto de subirse. ¿Serán ellos más originales? ¿Aprovecharán mejor la oportunidad?

Nunca lo sabremos. Al igual que nunca sabremos qué hubiera pasado si hubiéramos dicho otras cosas diferentes a las que dijimos, si hubiéramos actuado de otra forma. Ahí es donde reside el misterio y el encanto de todo, ¿no?

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