Trazos de memoria padorniana en París

Sus diarios dan cuenta de un periodo de vida trepidante, en que combina sus responsabilidades docentes con una intensa vida cultural

El poeta y docente Eugenio Padorno. | | LP/DLP

El poeta y docente Eugenio Padorno. | | LP/DLP / Antonio Puente

«Niño en Puerto Cabras…»; es la primera referencia espacial y biográfica que consignará Eugenio Padorno en su paradigmático poema-poemario Septenario, compuesto en la semana (de ahí su nombre) del 14 al 21 de abril de 1984, en su apartamento parisino, donde acaba de instalarse unos meses atrás. Si en la segunda década del siglo XX, Unamuno había escrito su célebre De Fuerteventura a París, fruto de su deportación en Maxorata, en 1924; ahora, en la penúltima década (y, curiosamente, a 60 redondos años de distancia), Padorno le devuelve, de París a Fuerteventura, la visita.

Es un pequeño apartamento interior, de un único ambiente, en el 101 de la rue de Longchamp, del distrito XVI, y, en su amplio ventanal presiona la rama de un insólito árbol que, en su imaginario, colinda con el eco de Las Canteras, junto al altillo de su casa de la infancia y juventud de la calle Albareda. Desde septiembre del año anterior, es profesor del Instituto de Bachillerato a Distancia (IBAD); y desde el arribo, lleva un diario, que abarcará el lustro completo de su estancia, hasta que, en 1988, emprende su retorno definitivo a la Isla, igualmente voluntario.

Ahora, justo media vida después de aquella marcha, el poeta del Istmo de las Isletas publica Carnet de estadía temporal [Diario de París 1983-1988] (Mercurio Ed.). Sus entradas dan cuenta de un periodo de vida trepidante, en que combina sus responsabilidades docentes y burocráticas, sus múltiples lecturas de autores franceses y la omnipresente investigación y redacción de su voluminosa tesis doctoral sobre Domingo Rivero, con reincidentes visitas a museos, exposiciones, conciertos, organización y participación en eventos artísticos y literarios, encuentros con escritores franceses y españoles o, con el tiempo, ejerciendo, incluso, de cicerone en las visitas de amigos de las Islas, sin que falten los golizniantes paseos por la gran ciudad, cuyos radicales ciclos climáticos (la meteorología, y especialmente la nieve urbana, es uno de los personajes recurrentes de estas páginas) contribuirán a disociar el antes del después que le supondrá aquella estancia.

En sus frecuentes paseos por los Campos Elíseos, los viandantes –«una muchedumbre de solitarios»– se le sugieren «árboles de un bosque que anduvieran con raíces al aire». La gente en recogimiento en la nave central de la catedral de Notre-Dame, «semejaba descansar y dormitar en la cubierta de un navío». Y apunta, también, que las aguas del Sena –de «un gris-verde-amarillo»– permiten «ver la ciudad, multiplicada en tantas imágenes como la perspicacia del observador esté dispuesto a afrontar»… Al cabo, «París cuenta con el recurso de autoimitarse», escribirá el poeta recién llegado.

Convive con Berta Guerra (no sólo su eterna, sino, también, su ubicua compañera, como se ve en este diario y en los siguientes 40 años de vida compartida) y con su gato, Picasso, cuyas aportaciones no serán baladíes en la transformación vital y estética que experimentará el poeta, hacia una suerte de desalojo de cualquier condicionante a priori («Desconfío de una poesía que es previamente gobernada por una teoría»). Pues, antes de concluir, por ejemplo, que «no había que buscar una forma [poética] nueva; sólo aceptar la que me impusieran con naturalidad los días», ya tenía anotado este idéntico proceder del gato al de la irrupción de un poema: «Dialogo con Picasso mientras abro el cuaderno. Entra, le digo, métete tú también aquí, friolero; rumbea y huele los rincones, por donde viene y va el hada de la Imaginación: suyo es ahora el aire que alentamos. A tu sueño cualquier frase que elijas servirá de acomodo».

Entre sus más destacados interlocutores, figuran: Emilio Sánchez-Ortiz –que le propicia encuentros y contactos–, su colega Antonio Domínguez Rey, Severo Sarduy, Henri Robert, José Ángel Valente, o, sobre todo, el recientemente desaparecido Bernard Noël, coordinador del señero seminario de traducción de Royaumont, que le invita a participar, al tiempo que le traduce al francés una antología de su obra: Du labyrinthe du monde au monde du labyrinthe. A la recíproca, Padorno le traduce al español su libro El rumor del aire, en que destaca un extenso poema, La foto de un genio, reproducido en el dietario («Hay en nuestras cabezas una isla / errante y es un dado que / rueda hacia el azar”»…).

Sin embargo, no es de extrañar que Eugenio Padorno concluya así la definición de su estadía: «Todo París es la prolongación de un mayor, único Museo de la memoria». Pues, de principio a fin, a lo largo del quinquenio, muestra su predilección por ‘frecuentar’ a sus más queridos poetas muertos. Especialmente -en la senda siempre del simbolismo- a Paul Valèry, Stéphane Mallarmé, y un recién descubierto Paul Claudel; un autor que, reconoce, había «detestado» sin leerlo en su juventud, por su adscripción al franquismo. «Su defensa del ritmo respiratorio y de la poesía ‘en bruto’… con predominio de la ‘parole’ sobre la ‘langue’ es lo que de su poesía me interesa y basta» (12/11/83), dirá como germen de uno de los flancos fundamentales de este dietario: la metamorfosis hacia su definitiva concepción de la poesía.

De Paul Valèry ratificará «la condición de simple médium, o ventrílocuo, de todo poeta y la participación esencial del cuerpo –el verdadero autor– en la creación poética, semejante al acto del amor (¡Desbordamiento de lo real! / Las caricias son conocimiento. Los actos del amante serían modelos de las obras», se recoge en el poema Nage, Natación, que acaba de traducir). Desde muy pronto, pasa por la fachada de la casa donde vivió el autor de El cementerio marino, y al igual que le ocurrirá con la visita al interior de la de Mallarmé, le sorprende la precariedad de los recordatorios. En el tosco comedor que a éste le servía de escritorio, no hay rastro de «los cálculos de la gran jugada sobre el tapete azul del caos» que el nuevo vecino de la rue de Longchamp –próxima, por cierto, al Liceo en que Mallarmé impartía sus clases de inglés, justo un siglo antes– anhelaba encontrar. Habrá de aguardar a su visita a Valvins, unos años después, a 80 kilómetros de París, donde Mallarmé tenía la casa de campo, junto al río, y donde le sorprendió la muerte, para encontrar la atmósfera de quien ideó la correlación entre Poema y Universo y tinta y cielo, así como la concepción definitiva de la poesía como «palabras en el espacio».

Frente a la vanidad que detecta en algunos de los autores franceses (y peninsulares que por allí recalan), bien en actos públicos o en su comparecencia televisiva en el programa Apostrophes, Padorno se acoge a la «humildad» de Valéry y a la «marginación» de Mallarmé (un «oscuro profesor de inglés», según sus biógrafos). Ambos resultan decisivos en la concepción de la poesía -y sobre todo del poeta, «humilde» y «marginal”- que vertebra las páginas de ‘Septenario’.

La retrospectiva le alcanzará ahora a Eugenio Padorno hasta dar con el embrión de cuando «Niño en Puerto Cabras, en un verano de caza y pesca, de tierradentro y marafuera ardientes, vi a Wenceslao Rodríguez blanquear las rocas que tenía delante de su puerta con lo que le quedara al enjalbegar la fachada, tal vez en la creencia de que la naturaleza es allí susceptible de adecentamiento». Es decir, el poeta forjando una obra destinada a ser borrada por la marea, una y otra vez (Escritura en el grado cero de su audiencia). Semejante a un Palinuro en cholas, ese tal Wenceslao Rodríguez es acaso el verdadero protagonista de Septenario, que le lleva a concluir: «Arrasada la conciencia de profesionalidad, el poeta canario parece haber comprendido, entre la indiferencia de los suyos, el insólito designio de su tarea: la construcción de una obra hermosa, trágica e inútil».

De «Allá Abajo» y más allá

«¡Qué lejos todo esto del lugar en que estoy, pero qué cerca del oído y los ojos!», escribirá hacia el ecuador de su estadía parisina. Está evocando algunos episodios de su etapa de estudiante universitario en La Laguna, especialmente los encuentros poéticos, con queso y vino, en la casa de don Pedro García Cabrera, en Tacoronte. Pero aquella exclamación serviría para todo el quinquenio, pues se comprueba que Eugenio Padorno permanece umbilicado a las Islas. Regresa por vacaciones, y mantiene una asidua correspondencia, envía textos, participa en proyectos editoriales (Mafasca, Bananawarehouse…), además de recibir permanentes visitas de parientes y amigos. Destacan sus encuentros con Martín Chirino, a quien considera «mi otro hermano mayor», y con quien acude al Museo Rodin, acompañados por Maud Westerdahl (quien los lleva a conocer una iglesia católica griega, donde las hostias son trozos de baguettes).

El momento más aciago es cuando, en octubre de 1986, su hermano Manuel le comunica por teléfono la absurda muerte de la madre, atropellada por un furgón en marcha atrás, en Albareda, cuando se disponía a tirar la basura; y él, recién llegado de Las Palmas, tampoco tiene tiempo material para llegar al entierro.

El contacto con la gran ciudad –y, sobre todo, el aleph que le supone la rama del árbol que anida en el ventanal de su apartamento– le espolea múltiples reflexiones sobre la cultura y la sociedad de «Allá Abajo», como llama a las Islas, entre la conmiseración y la denuncia. Si, a su llegada en las primeras vacaciones navideñas, en 1983, constata !de nuevo en las Palmas. El reencuentro con la Isla siempre es agradable; su pobreza –a veces mortificante– la reconozco como nuestra riqueza elemental!, y, con las pilas cargadas por la contrastación cultural, anuncia: ¡Quiero conciliar poesía y filosofía; creo que la expresión cultural de Canarias pasa por esa necesidad», definirá al canario «rehén de una profunda a-historicidad!».

Tras hacerse eco de las palabras de Unamuno en su disertación en el Teatro Pérez Galdós (1910), espetándole a la burguesía canaria: «Poseéis la lengua que os sirve para comunicaros, pero la queréis para ocultar lo que pensáis», Padorno apostilla: ¡[Allá Abajo] se sigue la conducta del silencio por escarmiento; ante el extraño -y cualquier no insular es un extraño- prefiere decir lo que no compromete… ¿Prudencia del canario? Desconfianza, miedo ante el forastero (12/4/87). Y el año anterior, el poeta apunta su convencimiento de la existencia de una ‘cultura canaria’, mas que sea por abocamiento de exclusión. ¿Es que existimos realmente para la cultura española?... A Emilio [Sánchez-Ortiz] le digo que, de no existir aquella cultura, yo tampoco existiría; que deseo que ella exista para sentirme vivo! (10 /5/ 86).

El día de su 45 cumpleaños (21/1/87), a tenor de su trabajo en la tesis sobre Domingo Rivero, Padorno recalca: «Canarias ha sido para España parte ‘prescindible’ de su historiografía; de las Islas nada se ha esperado culturalmente; Canarias ha experimentado el regateo de no ligeras aportaciones. Consciente de esta ‘situación’ desde 1850, con el despertar del Regionalismo, Canarias pierde la ‘inocencia’ de su espiritualidad, y sabe que ha de hacerse a sí misma y, sin remedio, para sí misma».

Y en agosto del mismo año, durante sus vacaciones de verano, cuando ya empieza a preparar su retorno, apuntala: «En Canarias, donde tan poco se piensa y mucho se ha desdeñado la instrucción, escribir poesía es una acción que transita y es en verdad atendida y comprendida por y entre unos pocos; para el resto de esta sociedad tiene el significado de un afición juvenil y pasajera».

Sería interesante contrastar la vigencia de estas reflexiones 40 años después de su escritura. Un libro, en suma, de vital importancia, que, junto a los ‘minutarios’ del autor, compondrán algún día un necesario documento autobiográfico, en una tierra tan desnutrida en memorialismo crítico, más allá de lo episódico y doméstico.

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