Egocentrismo vital

Iris Murdoch examina el amor humano con escalpelo en ‘Una cabeza cercenada’

Iris Murdoch

Iris Murdoch

M. S. Suárez Lafuente

La editorial Impedimenta acaba de publicar la quinta novela de una prolífica autora inglesa, Iris Murdoch (1919-1999), una filósofa que escribió ficción o, quizás debiéramos decir, una escritora de veinticinco novelas que enseñó filosofía en la Universidad de Oxford durante varios años. Murdoch escribió también obras de teatro y publicó dos libros de poemas y varios ensayos filosóficos donde ahonda en la naturaleza de la moral y en su necesidad en una sociedad que ve como desnortada, si bien su última publicación filosófica data de 1992.

En una entrevista televisiva, Filosofía y Literatura de la BBC, emitida en 1977, Murdoch relata que es plenamente consciente de que la filosofía tiene un carácter clarificador, mientras que la literatura es lúdica por definición, que una obra de filosofía se centra en un tema, mientras que en una obra literaria se generan muchas y variadas posibilidades.

Con esta premisa, Una cabeza cercenada, publicada originalmente en 1961, abunda en un tema favorito de Murdoch: la naturaleza del amor humano cuando se cruzan sus dimensiones de amor hacia otra persona con el más abundante amor egocéntrico. Como el propio verbo enamorarse indica, la acción de amar del sujeto suele revertir sobre sí mismo; sucede con harta frecuencia que no se ama a quien amamos, sino que amamos la idea del amor reflejada en la otra persona.

Una cabeza cercenada es un estudio de las posibilidades del amor, desarrolladas éstas en una red de relaciones que implica, en este caso, únicamente a seis personas, pertenecientes a la burguesía londinense de la posguerra, con demasiado dinero y demasiado tiempo de ocio en sus manos, lo que les permite dejarse arrastrar por ensoñaciones que enmascaran la verdad con pretensiones de sinceridad.

El inicio de la novela es idílico, un interior cálidamente iluminado por el fuego de la chimenea, una pareja joven y guapa abrazada y, oculto por las cortinas, el exterior, «la fría, cruda y neblinosa tarde londinense». La estampa queda interrumpida por la marcha del varón, a quien espera su encantadora esposa en un barrio distinguido del centro. Él, Martin Lynch-Gibbon, narrador de la historia, camina complacido hacia otro abrazo, el legítimo, porque «las necesitaba a las dos y, teniéndolas a ambas, era dueño del mundo».

A partir de su llegada a casa la vida muelle de Martin se complica; el abandono súbito de la esposa le expone a las posibles exigencias de la amante y, aterrado ante la pérdida de su comodidad, Martin se apresura a concluir que en realidad no quiere a ninguna. Pero Iris Murdoch no le dejará libre tan fácilmente y pronto Martin vive una tormenta de emociones en torno a su propia autoestima, por lo que se verá atrapado en las idas y venidas de las razones amorosas de su círculo vital, manifestadas en infidelidades, adulterios, incesto, borracheras e intentos de suicidio.

Pronto la escultura que está en el taller del hermano de Martin, una cabeza aún sin rostro, se convierte en el símbolo de la narración: si el sueño de la razón produce monstruos, también lo hace la razón desprovista de las características que la humanizan. La cabeza cercenada, sin cuerpo, sin movimiento ni expresión, pierde su conexión con la naturaleza humana, por lo que solo es capaz de proporcionar un conocimiento vacío de realidad, un consejo profético y volátil. Esta situación produce, con frecuencia, situaciones emocionales perversas que dejan al descubierto la falta total de empatía entre las partes: los pensamientos vagan por un lado, mientras las palabras y los gestos, inscritos en las personas por la educación y la costumbre, denotan un interés inexistente. En el cruce de amores y desamores que se suceden en la novela, se repite la frase «pensaba que te conocía, esto ha sido toda una sorpresa», cuando la realidad en que viven deja patente que no se conocen ni siquiera a ellos mismos.

A pesar de la carga argumentativa, la novela mantiene un ritmo vivo, con varios acontecimientos inesperados estratégicamente distanciados en la narración, que nos sorprenden y modifican el devenir vital de los diferentes personajes. Iris Murdoch domina el arte de novelar y sabe cómo mantener el interés de quien lee sin perder las riendas de la historia.

Murdoch es también una maestra de las palabras. Con un golpe de vocabulario cambia el lenguaje distante y aprendido de las clases altas por una frase vulgar y cotidiana que insinúa un vuelco hacia experiencias más normalizadas en una sociedad de mediados del siglo XX. Así mismo, compara o contrasta el estado de ánimo de los personajes con el tiempo atmosférico; unas veces Martin se ahoga en «el denso aire contaminado que presionaba mis pulmones, frío, húmedo e inmundo», otras veces es incapaz de ver a través de la niebla. Y, siempre, dado el egocentrismo imperante, cada personaje «se movía dentro de los confines de una pequeña circunferencia apenas iluminada por la farola que estaba rodeada de una noche amarilla, opaca, en la que se materializaban con desconcertante brusquedad personas y cosas».

Al igual que las autoridades de Londres habían emplazado «llamaradas de luces antiniebla a lo largo de las calles principales» para orientar a los ciudadanos, Murdoch, sosteniendo la metáfora, pone un personaje en la novela, Honor Klein, que funciona como guía para encaminar a los otros cinco hacia presupuestos más acordes con su momento histórico que les recuperen de su ensimismamiento social.

Klein les hace ver que manifestar miedo o dejarse llevar por la violencia es, en ocasiones, conveniente y bueno para el espíritu y para la convivencia, que no hay nada peor que reprimir las emociones en aras de una supuesta bonhomía. Su labor, callada pero persistente, no le granjea un trato apacible con el grupo, puesto que Klein se convierte, desde su aparición en la novela, en una presencia física constante e ineludible, se convierte en el único puente de unión entre los nobles educados y el «mundo consciente y exterior».

Honor Klein no es inmune al amor ni se opone a tal sentimiento, sino que abomina del amor que requiere Martin, «un amor grande y poderoso que me salve» (énfasis añadido). Lo que ella propugna es precisamente lo contrario, un amor que reconozca que hay otras personas a nuestro alrededor que son reales, que tienen deseos y que tienen derechos y capacidad para actuar.

Una cabeza cercenada admite análisis desde otras perspectivas críticas; hay repetidas referencias a la mitología y suficientes indicios de aspectos psicoanalíticos tanto en la actitud como en las opiniones de los personajes. Y no debemos olvidar que Murdoch fue alumna de Ludwig Wittgenstein en la Universidad de Cambridge y que escribió el primer libro en inglés sobre Jean Paul Sartre, Sartre: racionalista romántico, publicado en 1953, solo un año antes de que saliera a la luz la primera novela de la autora, Bajo la red. Ambos títulos son una introducción elocuente a lo que será el tema fundamental de la obra de Murdoch: cómo vivimos atrapados bajo una contradicción difícil de resolver.

La autora vivió sus últimos seis años bajo los efectos de la enfermedad de Alzheimer. Su marido desde 1956, John Bayley, también académico en Oxford y escritor, publicó una trilogía sobre el deterioro creciente que el mal fue ejerciendo en la inteligencia de Murdoch y en la vida cotidiana de ambos: Iris , Iris y sus amigos, de 1998 y 1999, respectivamente, y Elegía a Iris, de 1998, donde recuerda su vida en común en los buenos tiempos.