Dámaso, Pessoa, Lisboa

En los años noventa, Pepe Dámaso realizó una amplia serie pictórica centrada en el poeta Fernando Pessoa

El poeta Andrés Sánchez Robayna interpreta aquí el significado de esa serie, una «síntesis», dice, de su mundo plástico

Pepe Dámaso con Antonio Saura, Andrés Sánchez Robayna, Severo Sarduy y Eduardo Arroyo (Bruselas, 1985). | | ARCHIVO ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA

Pepe Dámaso con Antonio Saura, Andrés Sánchez Robayna, Severo Sarduy y Eduardo Arroyo (Bruselas, 1985). | | ARCHIVO ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA / Andrés Sánchez Robayna

Andrés Sánchez Robayna

El conjunto de pinturas sobre el poeta Fernando Pessoa realizado por Dámaso en los años noventa, que pudo verse por vez primera en una exposición suya celebrada en la Casa Pessoa lisboeta en 1996 y, un año más tarde, en Las Palmas de Gran Canaria bajo el título Sonha por este papel dentro, constituye una de las series más personales y atrayentes en la extensa trayectoria del artista. Vale la pena recordar algunas de sus claves y tenerlas presentes en esta significativa fecha del noventa aniversario del pintor, en la medida en que esa serie parece ejemplificar algunos de los logros mayores de su obra y sintetizar no pocos aspectos de su mundo plástico.

Las pinturas aludidas no son solamente un homenaje a Pessoa, sino también, y de manera inseparable, a la ciudad de Lisboa. La rima Pessoa-Lisboa no es inocente. Parece, al contrario, una suerte de fatalidad cultural, una inevitable alianza de azar y necesidad, de libertad y destino. Ya sabíamos que ciertos escritores, e incluso ciertos artistas, aparecen vinculados de manera tan estrecha a una ciudad que apenas se puede hablar de ellos sin referirnos al «mapa» urbano al que pertenecen. Los ejemplos son múltiples: Galdós y Madrid, Alfred Döblin y Berlín, Joyce y Dublín, Cortázar y París… La relación de Pessoa con la ciudad de Lisboa ha sido abordada muchas veces. Hace tiempo que los lugares lisboetas del autor de Lluvia oblicua constituyen también uno de aquellos recorridos de «iniciación» en la ciudad. La célebre foto de Pessoa que atraviesa con prisa el Chiado se ha vuelto casi un emblema del poeta y de su mundo. El texto de ese emblema es conocido: «Despertar de la ciudad de Lisboa, más tarde que las otras, / despertar de la rua do Ouro, despertar del Rossio, a la puerta de cafés, / despertar. / Y en medio de todo, la estación, que nunca duerme, / igual que el corazón que tiene que latir a través de la vigilia y el sueño». Pero los versos pessoanos que más se recuerdan en relación con la capital portuguesa son, sin duda, estos: «Lisboa con sus casas / de varios colores, / Lisboa con sus casas / de varios colores, / Lisboa con sus casas / de varios colores», una monocorde y seductora letanía con imágenes de una inquietante y paradójica nostalgia de la urbe que tiene ante sus ojos.

En la ya larga iconografía del poeta, integrada tanto por fotos personales como por interpretaciones gráficas de su persona y de su mundo, cabe observar la extrema diversidad —la multiplicidad, se diría— de las imágenes que la integran. Varios, múltiples pessoas; tantos, en rigor, como textos (ya escribió en su día José Augusto Seabra que «Fernando Pessoa es varios autores en la medida en que es varios textos»). Desde los antiguos retratos de Almada Negreiros hasta las recientes «reimaginaciones» de Dámaso —pasando por otros muchos, desde Pedro Chorão, Julio Pomar y Mario Botas hasta Costa Pinheiro, Victor Belém o Lino Antonio, sin olvidar el único retrato para el que Pessoa llegó a posar: el realizado por el español Rodríguez Castañé—, hemos asistido a una suite de diferentes metamorfosis, en las que la imagen actúa con frecuencia por unos pocos trazos representativos, con una técnica, diríamos, de sinécdoques gráficas, «economía» simbólica que a veces habla más y mejor de su objeto, de su materia plástica, que la más completa descripción, el más abarcador retrato de cuerpo entero.

En sus pinturas, Dámaso ha sucumbido no solamente a la fascinación y al enigma de la personalidad de Pessoa sino también a la fatalidad del marco de la ciudad «de varios colores» a la que el poeta estará para siempre estrechamente unido. Para el pintor, ambas cosas aspiran a una simbiosis: fascinaciones no paralelas, sino convergentes. De ahí que encontremos en estas pinturas suyas tanto un homenaje a esta ciudad, de la que ofrece sus versiones plásticas particulares, como un tributo al escritor que, después de pasar por la rua de Prata, la rua dos Douradores, la rua dos Fanqueiros, se imaginaba a sí mismo como —antes que cualquier otra cosa— aquel que algún día «iba a dejar de pasar por estas calles».

La obra de Dámaso, que ha bebido lo mismo de las fuentes del pop art que de los delirios y de las gesticulantes curvaturas de un modern style al que logra imprimir un sesgo de violento atlantismo, de alegría lumínica, pero también de obsesiones mortuorias, se vuelca en esta ocasión en un mundo «literario» del que extrae lineamientos y secretos y del que cobra como tributo un puñado de imágenes rotas. Espejo roto, fragmentariedad pictórica. Nunca ha tenido miedo Dámaso de la «pintura literaria»; más bien todo lo contrario, tan seguro está del sentido esencial y radicalmente plástico de su empresa artística. Lo demostró en su día con la serie La muerte puso huevos en la herida, en la que un García Lorca muy afín a las alianzas de amor y muerte tan caras al universo pictórico de Dámaso, le sirvió a este de modo alumbrador, de semillero de imágenes. No es, por tanto, la primera vez —y es seguro que tampoco será la última— que la obra de un poeta despierta en Dámaso un cúmulo de imágenes que reclaman enseguida la materialidad pictórica. Tan imbuido de imaginación poética está el universo de nuestro pintor, que la formulación habría de hacerse, acaso, de manera inversa: era dudoso, en realidad, que Dámaso saliera de la lectura de la obra de Pessoa sin la necesidad de reimaginar plásticamente al poeta y su mundo.

Espejo roto, dije. Tranvías, esquinas, escaleras, rostros sucesivos que son el mismo rostro, ángulos de visión de una Lisboa fragmentada en imágenes dispersas como espacio al mismo tiempo vivido y soñado por el pintor, que sueña también los modos en que Pessoa vivió y soñó la ciudad. La pintura nos muestra una vez más la realidad de un mundo y nos enseña a amarla en su transfiguración. Estamos, en este conjunto de lienzos, ante una ciudad y un poeta que se funden en una realidad transfigurada por la síntesis visual, por una peculiar y personal verdad de la imaginación. Hacer ver, sí, de la pintura, de la poesía. «Mira, es esto», parece decirnos el pintor con un puñado de imágenes dotadas de un extraño poder de síntesis. Pepe Dámaso nos sitúa ante una ciudad y un poeta fundidos en una verdad plástica, y nos invita a habitar, a transitar esas calles, esa obra poética, esa verdad.