El general que estremeció al mundo

La sonoras polémicas desatadas por ‘Napoleón’ puede que tengan su origen en la decisión de Scott de aligerarla para el estreno comercial

El general que estremeció  al mundo

El general que estremeció al mundo / claudio utrera

Claudio Utrera

Claudio Utrera

Desde los albores del cine, antes incluso de que este rompiera a hablar, la figura de Napoleón Bonaparte ya constituía una prioridad para las grandes productoras del momento. Tan es así que se cuentan por decenas las películas que, en el período comprendido entre 1897 y el nacimiento del sonoro, hace ahora noventa y cinco años, ya se ocupaban de abordar las diferentes fases que configuraron la biografía de este legendario y controvertido personaje, mostrando un interés por el tema que no decaería en ninguna otra época de la historia del cine. Siempre fue, en resumidas cuentas, un asunto especialmente subyugante para guionistas, productores y directores.

Desde aquellos acercamientos iniciáticos a su imagen pública y a su vida íntima hasta la monumental producción de cuatro horas de duración –para su estreno comercial en salas se ha presentado una versión de solo dos horas y media que, según las cifras del box office internacional, ya ha recaudado, en sus dos primeras semanas de exhibición la friolera de 142.000.000 de dólares– que ha presentado este año Ridley Scott, hay una larga relación de títulos que, con mayor o menor calado, han afrontado el recorrido vital y las ostentosas contradicciones que adornaron siempre su figura en el tablero político internacional.

Las sonoras polémicas desatadas por esta, a ratos, irregular película puede que tenga su origen en el propio montaje ofrecido tras la errática determinación del propio Scott de aligerarla para su estreno comercial. En cualquier caso, no lo sabremos con certeza hasta que podamos tener acceso a su final cut en una eventual distribución del filme en soporte doméstico o en un hipotético estreno futuro con su metraje original.

Los cortes del filme nos impiden conocer la complejidad del carácter del emperador como hombre de Estado

Por lo pronto, y a tenor del fragmentado montaje que nos han permitido ver en las salas comerciales, Napoleón (Napoleon, 2023) es, en efecto, una obra producida y dirigida por un director de probada solvencia técnica y dotado, asimismo, de un arsenal de ideas que sabe cristalizar con incuestionable brillantez en la pantalla, pero también es el autor, no lo obviemos, de enormes despropósitos fílmicos, como la inenarrable Éxodo (Exodus: Gods and Kings, 2014); la inclasificable La Teniente O’Neil (G.I. Jane, 1997); la inconexa Prometheus (Prometheus, 2017) o la desnortada comedia de suspense Los impostores (Matchstick Men, 2003), donde la rutina, la desidia y el desinterés constituyen la ecuación perfecta para un fracaso anunciado. En realidad, tras Los duelistas (The Duellists, 1977), inspirada en la novela de Joseph Conrad; Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979) y Blade Runner (Blade Runner, 1982), la triada magistral de este sobrevalorado cineasta, su recorrido no ha gozado de tanto predicamento como se cree en algunos sectores de la comunidad cinéfila internacional.

En su Napoleón Scott nos muestra algunos de los episodios más conocidos de la vida del personaje, aunque salpicados de bruscos e incomprensibles cortes que consiguen perjudicar con visible notoriedad la natural transición del relato, dejándonos a menudo fuera de onda y con las ganas de conocer, en su complejidad, los hitos históricos que contribuyeron a esculpir la dureza de su carácter como hombre de Estado y como ardoroso defensor del papel que tenía que representar su país en la nueva Europa surgida de los cimientos de la nueva República.

En cualquier caso, la figura de Napoleón Bonaparte se ha mostrado, a lo largo de la historia del cine como la encarnación por antonomasia del tirano irascible, frío y calculador que supeditó toda su existencia al cumplimiento de sus delirantes sueños de grandeza. Solo en ocasiones tal imagen ha sido levemente alterada para mostrar a un personaje con algo más que ambición y pulsiones megalómanas en sus venas e incluso como el protagonista de alguna que otra comedia de tintes paródicos.

El filme de Abel Gance sobre el mito pasó a ser un fenómeno del cine mudo tras su estreno en la Ópera de París

Desde Albert Dieudonné en Napoleón (Napoleon vu par Abel Gance, 1927), de Abel Gance, hasta el estadounidense Rod Steiger en Waterloo (Waterloo, 1969), del director soviético Sergei Bondarchuk, pasando por el francés Charles Boyer en Maria Walewska (Conquest, 1937), de Clarence Brown; Pierre Mondy en Austerlitz (Austerlitz, 1960), de A. Gance; Marlon Brando en Desirée (Desirée, 1954), de Henry Koster; Daniel Gélin en Napoleón (Napoleon, 1955), de Sacha Guitry; Herbert Lom en Guerra y paz (War and Peace, 1956), de King Vidor; el británico Ian Holm en Mi Napoleón (The Emperor’s New Clothes, 2001), de Alan Taylor; el también director Patrice Chéreau en Adiós, Bonaparte (Adieu Bonaparte, 1984), del realizador egipcio Youssef Chahine; el actor moscovita Vladislav Strzhelchik en la megaproducción soviética Guerra y Paz (Voina i mir, 1966/1967), merecido Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa en 1968, a pesar de sus más de seis horas largas de metraje.

Desgraciadamente, lo que hubiera aportado el gran Stanley Kubrick de haber podido materializar su ambiciosa producción sobre Bonaparte en la que estuvo empeñado durante décadas y que su prematura muerte, en 1999, le impidió consumar, queda relegado al capítulo de las especulaciones. Pero, en cualquier caso, ninguna otra película logró nunca reflejar con tanta convicción sus grandezas y sus miserias, sus ambiciones y sus flaquezas como la que dirigió, entre 1925 y 1927, Abel Gance, un precursor genial, inexplicablemente olvidado, en cuya trayectoria artística destaca, entre otros grandes logros, el haber patentado el descubrimiento que más tarde se daría en llamar la triple pantalla, sistema que precedió al cinerama, y que le permitiría mostrar en todo su esplendor la fastuosa teatralidad que envolvió el largo y proceloso periodo napoleónico, las formaciones impecables de sus poderosos ejércitos y las espectaculares puestas en escena que le servían de escenario.

Queda la incógnita del trabajo que hubiese podido hacer Kubrick sobre un personaje lleno de pulsiones megalómanas

Proyectada por vez primera en la Ópera de París el 7 de abril de 1027 –tres meses después de haber concluido su accidentado y febril rodaje– con una acogida apoteósica, Napoleón se convirtió, merced a sus descomunales ambiciones artísticas, en un fenómeno sin parangón en la historia del cine mudo tras ser estrenada con un metraje que no excedía de las tres horas y media –Gance filmó seis horas en total– y sufrir las consabidas mutilaciones de una industria, la francesa, que nunca creyó en el rendimiento comercial de este excepcional cineasta, y mucho menos en la posible rentabilidad de una película que sobrepasaba con creces la duración estándar de cualquier producción comercial de la época.

Bonaparte se ha mostrado en el cine como la encarnación por antonomasia del tirano irascible, frío y calculador

Así pues, y dependiendo de los países donde se estrenara, el filme se exhibía con más o menos metraje, de acuerdo siempre con la disposición de los distribuidores de turno, y su éxito, tan desigual como los distintos montajes que le fueron practicados posteriormente, dependía siempre del mayor o menor acierto que demostraran los montadores a la hora de plasmar la constante voluntad innovadora de este inclasificable maestro de la imagen al que sus compatriotas honraron, en 1981, meses antes de su fallecimiento, con el César del cine francés por su brillante y rompedora carrera profesional.

Considerada por críticos e historiadores como el ascendente incuestionable del cine épico, pese a haber sufrido innumerables amputaciones que, de alguna manera, contribuyeron a palidecer a lo largo de los años su brillo original, Napoleón ha pasado a la historia del género como un sólido, profundo y discursivo monumento a la libertad creadora al tiempo que revela, con meridiana claridad, los límites que la propia naturaleza industrial del cine impone a esa libertad cuando se emplea con el apabullante sentido de la imaginación y de la independencia que siempre caracterizó a este gran director en casi todos sus trabajos. Porque si bien es cierto que la suerte que corrió en las taquillas fue siempre inversamente proporcional al entusiasmo que despertó entre la grey intelectual del momento, su memoria ha permanecido incólume.

Como obra de vanguardia que fue –y hoy en cierto modo lo sigue siendo– Napoleón se adelantó a su tiempo e incluso llegó a ser profética en cuanto a sus planteamientos estéticos absolutamente disruptivos. Sus huellas han sido rastreadas hasta la saciedad por legiones de cineastas del mundo entero, Scott entre ellos. Con la famosa secuencia de la entrada de la Grande Armée en Italia, filmada con centenares de extras, inventa avant la lettre el hoy tan común formato panorámico y, pese a sus detractores, que también los tuvo, a pesar de todo, entre los sectores más reaccionarios de la inteligentsia francesa de la época, desencadenó tantos entusiasmos que acabó convirtiéndose, para muchos, en uno de los referentes artísticos más poderosos de la historia de Francia.