El preámbulo de la barbarie

Karra Elejalde con Alejandro Amenábar en el rodaje de ‘Mientras dure la guerra’.

Karra Elejalde con Alejandro Amenábar en el rodaje de ‘Mientras dure la guerra’. / La Provincia

Claudio Utrera

Claudio Utrera

Pese a la hostilidad secular que han mostrado los sectores más conservadores de la sociedad española contra cualquier tipo de representación de la Guerra Civil en las pantallas, la industria cinematográfica española, lejos de sentirse amedrentada ante tal empecinamiento, ha seguido afrontando el asunto a través de profesionales de acreditada solvencia como, pongamos por caso, Alejandro Amenábar (Santiago de Chile, 51 años) que, desde el estreno en 2019 de su película, una sobria y reveladora incursión del cineasta español en una de las etapas más polémicas de la biografía de Unamuno, forma parte de la larga nómina de directores que han aportado luz y visibilidad a uno de los episodios cruciales de la historia contemporánea de España, al tiempo que exploran las profundas fisuras de un pasado aún latente en los debates políticos de la España de nuestros días, una España en resumidas cuentas, tan gris y vocinglera en el ámbito parlamentario como la que, en los años treinta, nos describían los inmortales versos de Antonio Machado.

Con el estreno, hace algo más de un lustro, de Mientras dure la guerra, producción dotada de un generoso presupuesto en la que Amenábar explora el rol político y moral que desempeñó la figura de don Miguel de Unamuno durante los primeras jornadas de la sublevación militar del 36, asistimos a un nuevo intento de recuperación de la memoria histórica a la luz de unos acontecimientos, acaecidos meses antes de su inesperada desaparición en diciembre de 1936, y cuya desconcertante actuación contribuyó a sembrar la duda y el desconcierto sobre la imagen de uno de las figuras españolas más influyentes del siglo XX, especialmente por haber secundado, en sus primeros pasos, el levantamiento militar del general Franco, aunque, meses después, pronunciaría en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, ante la flor y la nata de los oficiales insurrectos, capitaneados por Millán Astray, sus míticas palabras: «¡Venceréis, pero no convenceréis!», como respuesta a los gritos de Astray: «¡Muera la inteligencia!» «¡Viva la muerte!».

El autor de Niebla (1914), El espejo de la muerte (1913) y La tía Tula (1921), paradigma incuestionable de la generación del 98, comparece en la pantalla bajo la piel del actor vasco Karra Elejalde en lo que, sin duda, y a tenor de muchas voces críticas que nos pronunciamos en su día, constituye uno de sus más encomiables trabajos ante las cámaras, así como una de las escasas ocasiones en la que el cine español muestra abiertamente la controvertida dimensión política del venerado pensador bilbaíno en aquellos días tan decisivos para la supervivencia de la Segunda República y para la consiguiente estabilidad social de un país sobre el que gravitaba la mirada de una Europa que vivió el estallido de aquella contienda como lo que realmente fue: el preludio de una de las guerras más devastadoras que ha conocido la humanidad.

En cualquier caso, no debemos obviar el hecho de que nuestro cine ha mantenido, desde principios de los años ochenta, una cierta tradición en la que la Guerra Civil ha ocupado la centralidad de muchos de sus discursos, a años luz, por fortuna, de los viejos filmes en blanco y negro que, durante los largos y oscuros años de la Dictadura, intentaban por todos los medios exaltar el espíritu de la cruzada franquista con fervientes alegatos contra los «crímenes» perpetrados por el bando republicano o contra los «peligros» que acechaban tras las filas del Frente Popular. Existe una extensa nómina de títulos que, al albur de la Transición, lograron cambiar radicalmente los estereotipos del cine propagandístico por una visión mucho más transversal y menos sesgada de la realidad de una confrontación fratricida que provocó más de medio millón de muertos y decenas millares de refugiados. Y la película de Amenábar, que hoy evocamos en el centenario del destierro del escritor en la isla de Fuerteventura, representa uno de sus ejemplos más sólidos, ilustrativos y aleccionadores