Era ya cerca de la medianoche de aquel viernes once de octubre de 1895 y Matías Romero García, de 29 años y vendedor ambulante de profesión, descansaba en aquella vivienda de Artenara, un sencillo inmueble que se levantaba junto a la casa parroquial y en cuya planta inferior el Ayuntamiento había decidido poner desde hacía tiempo la secretaría por no contar con casa propia.

La noche parecía tranquila hasta que Matías Romero, embelesado, se incorporó preguntándose sobre un "olor a humo de tea" que comenzó a invadir la habitación. Sentado en su cama, encendió un cigarro, tratando de constatar si algo ocurría, pero nada podía ver en aquella oscuridad; tan sólo notaba un tenue olor a humo, a lumbre sofocada que creyó proveniente de alguna casa cercana. Y volvió a acostarse. Pero al rato distinguió nuevamente aquel olor a humo que por momentos se hacía más fuerte y penetrante. Sin pensarlo, se levantó y salió al zaguán, por el que ya manaba una densa humareda que comenzaba a sofocar su garganta.

Desconcertado e inquieto, corrió hasta el fondo del zaguán y tocó en la puerta de su casera, doña Jerónima Padilla, de 64 años. "¡Hay fuego pegado en la secretaría del Ayuntamiento!", dijo exaltado. El marido de doña Jerónima estaba ausente, en Tafira, por lo que Carlos González Vega, su nieto de 18 años, que dormía en la casa, echó a correr junto a Matías en dirección a la calle para alertar a los vecinos más próximos a la plaza.

Así, al menos, lo declararía Matías Romero en una investigación gubernativa que se abrió para averiguar el origen del fuego. "Todos los esfuerzos fueron inútiles porque al romperse dicha ventana se desarrolló el fuego de tal modo que no hubo medio humano para poderlo apagar". Lo que antes era un clamor se convertía ahora en gritos de pánico en medio del crepitar de las llamas saliendo por las ventanas. Todos corrían sin orden, llevando baldes con el agua que, desde las casas próximas, comenzaron a acarrear. Pero a medida que avanzaba la noche más rostros enrojecidos de artenarenses se volvían hacia las llamas para esperar en resignado silencio aquella destrucción que ponía fin a la historia del inmueble que el labrador don José Vega había adquirido con esfuerzo junto a la casa del curato.

Hacia las dos de la madrugada la casa de lo que había sido Ayuntamiento y también la sede del juzgado de paz sólo quedaban en pie unas humeantes paredes negras. Con el amanecer ya se había difundido la noticia. En el pueblo todos hablaban de que aquel incendio que con rapidez deslumbrante provocó el temor en la cumbre y causó en un momento la ruina de una familia había sido provocado. Y un testigo apuntó, incluso, que el autor se aprovechó de que la ventana de la secretaría municipal presentaba un agujero para arrojar una mecha encendida en medio de la oscuridad.

Al calor de los acontecimientos, determinada prensa no se conformó con referir la noticia, sino comentarla con cierta malicia, reavivando, aún más, el fuego de la polémica.

El Telégrafo relató la noticia el lunes siguiente en estos términos: "A las once de la noche del viernes último, se declaró un incendio en el palacio municipal del pueblo de Artenara, quedando el archivo con toda la documentación de secretaría reducida a cenizas. ¡Hombre, qué rareza! El Ayuntamiento de tal pueblo dicen que estaba conminando con varias multas por faltas en el servicio de quintas. Y sólo se sabe que ardió...".