"En verdad, el pago de Arteara con toda su fronda variada y dulzura de su clima, nos pareció, dentro de sus límites reducidos y enmarcados por altivas moles y cresterías basálticas, un vallecito paradisíaco arrancado de las ubérrimas regiones tropicales de la América Hispánica". El autor de estos apuntes es Sebastián Jiménez Sánchez, quien fuera comisario de Excavaciones Arqueológicas, tras una visita girada en 1941 al algo inquietante cementerio indígena de Arteara, de momento el mayor conjunto funerario que dejaron los canarios al patrimonio cultural de las islas.

La también denominada Necrópolis de Arteara es tan abrumador de tamaño como difícil de ver. Del macizo de Amurga, que lo tiene por encima empenicado, se resbala un derrumbe monumental de teniques hechos cisco que se amontonan hacia el fondo formando una lengua de rebumbio incomprensible. De lejos solo se aprecia el cataclismo, que culmina en el cauce con un palmeral y el pequeño caserío que toma el nombre del asunto. Pero es cuando se entra en este soberbio malpaís cuando se cae en la cuenta de que algo no cuadra, y que el caos va a medias entre lo que diseñó la gravedad y lo que aportaron los antiguos.

Uno de los primeros que se percataron de que en Arteara no todo era geología propiamente dicha fue el doctor Grau Bassas, en 1886. Sebastián Jiménez se basó en unas escuetas notas del médico, y unos chivatazos de "pastores y cazadores amigos", para llegarse hasta allí en una época, esta de 1941, en la que en términos prácticos quedaba más a mano El Hierro en barco que aquellos riscales a caballo, distantes a seis kilómetros de Fataga y que solo eran, en fin, "diminutos oasis en la aterradora soledad de estas lejanías...", según concluye el comisario en una sabrosa prosa que coloca su incursión en la necrópolis, un día 2 de diciembre, como el que entra en una especie de remoto Machu Picchu, en este caso de dimensiones más domésticas.

Se supone que Arteara es la "inmensa abertura" de un desaparecido volcán. Como quiera que fuera, la sustancia es que se atribuía, y aún se atribuye a esa caldera en especial, casi milagrosos efectos para la salud de las personas, para el arraigo y enraizamiento de flores, palmerales y matos de frutas, para la prosperidad de lagartos y perenquenes, pájaros y otras aves de mayor envergadura, con un paisaje definitivamente delicioso y un microclima propio que fue ensalzado en su tiempo por el autor de la obra Contribución al conocimiento de la fauna de las Islas Canarias, del doctor holandés D. L. Uyttenboogaart, cuyo nombre por cierto tampoco deja de tener su misterio.

Una vez llega este Jiménez al sitio percibe en sus callos que trasegar por esas toscas acuchilladas es como andar en ñoños por un marisco de erizos. Se trata, resuelve, de una "una extensa pedrera de basalto verdoso y canelo rojizo en la que los miles de cantos y lajones presentan acusadas aristas". Y no es un solar para garaje, sino un campo minado de dos kilómetros de largo por uno de ancho salpicado de cientos de pequeñas torretas y goros que forman las sepulturas.

El comisario tiene su particular argumentario para determinar que los antiguos canarios separaran los cuerpos de la tierra colocando entre ellos una cama de lajas. Jiménez exponía que los indígenas le tenían pavor a que sus difuntos terminaran comidos por los gusanos, de ahí la elección de unos túmulos que se repiten en su arquitectura con otros muchos salpicados en la isla, como el de la playa de La Aldea, Lomo de los Gatos en Mogán, Veneguera, Tasarte, y Tasartico, Telde o La Isleta, entre otros.

Pero para un recuento más científico del tesoro se debe recurrir al trabajo de la arqueóloga y profesora Rosa Schlueter, una incondicional de Arteara que ha trabajado tres décadas en el recinto.

Schlueter data algunos enterramientos nada menos que al siglo V antes de Cristo. En su extensión de 137.530 metros cuadrados se han catalogado 809 tumbas, marca absoluta en Canarias, y, para rematar el arcano cada inicio de septiembre se produce sobre el llamado túmulo del rey un efecto que culmina cuando los rayos solares superan una oquedad de Amurga al amanecer, por lo que se dice que de alguna manera lo que ocurre abajo en Arteara, con su doble orto solar, es que un día amanece un par de veces.

Con este deus ex machina la necrópolis pasa al listado de yacimientos en los que el sol interviene en algún momento del año para enfatizar la espiritualidad de unos canarios que no solo entongaban piedras precisamente, tal y como ocurre en la no menos inquietante cueva de Risco Caído, en las lindes de Artenara con Gáldar, en las que un falo de luz recorre durante parte del año una serie de triángulos púbicos, y en el yacimiento de Roque Bentayga, que este sí, también coincide en las mismas fechas que en este enorme cementerio con un rayo que supera una muesca artificial en uve para formar una sombra que termina descansando siete metros más allá, justo sobre las cazoletas de su almogarén.

El Cabildo de Gran Canaria ha venido apadrinando durante décadas la intervención e investigación del yacimiento, donde se ha llegado a levantar un centro de interpretación destrozado por el reducido pero eficaz catálogo de gamberros asiduos de romper lo lejano. Y Rosa Schlueter propuso en 2008 la creación de Parkteara, un gran proyecto para preservar el conjunto y su entorno.

De momento, la Corporación insular se ha marcado, junto con el Ayuntamiento de San Bartolomé, reabrir su centro de interpretación este año, y seguir con unas excavaciones que margullen en la profundidad de sus 2.500 años de historia.