Análisis

Un mártir de Teror casi olvidado

Memoria del sacerdote claretiano José María Suárez Pérez, terorense nacido el 1 de octubre de 1890 y asesinado en Don Benito el 23 de agosto de 1936

Imagen publicado en el diario ‘Ahora’ de la Guerra civil en Extremadura en agosto de 1936.

Imagen publicado en el diario ‘Ahora’ de la Guerra civil en Extremadura en agosto de 1936. / WWW.MEDELLINHISTORIA.COM

Emilio Vicente Mateu

Recuperamos la memoria del sacerdote claretiano José María Suárez Pérez, nacido en Teror el 1 de octubre de 1890 y asesinado en Don Benito (Badajoz) el día 23 de agosto de 1936, cuya vida se encuadra en momentos tan significativos de la historia de España y en el más genuino perfil de nuestra tierra canaria.

Con toda certeza el fundamento primero de su historia radica en los meses de septiembre-octubre de 1848, cuando sus padres, aún niños, quedaron impactados por la presencia y la estela repleta de signos y prodigios extraordinarios que dejara el Padrito Claret durante la misión celebrada en Teror. Posteriormente, siendo ya adultos, la predicación del Padre Hilario Brososa, que se propuso reavivar la llama que encendiera Claret, fue el impulso necesario para aquella joven familia de los terorenses Pedro Suárez Domínguez y Ana Pérez Hernández, que habían contraído matrimonio en 1878.

Pedro y Ana tuvieron trece hijos, cuatro de los cuales murieron en la infancia, siendo el séptimo de ellos José María. Un dato a tener en cuenta, además del número de hijos, es que casi todos ellos recibieron como primer o segundo nombre, el de María, destacando la segunda de las niñas llamada María del Pino, y el tercero de los varones a quien pusieron de nombre Antonio María. Esto refleja, sin lugar a dudas, su arraigado sentido cristiano, su devoción mariana y el impacto que dejara en ellos el Padrito Antonio María Claret.

Siendo adolescente, José María ingresó en la congregación de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María (Claretianos), incorporándose al seminario que dicha congregación regentaba en Cervera (Lérida), en el edificio de la antigua universidad, dado que la orden claretiana entonces se gobernaba desde Cataluña. Allá se preparó para la vida religiosa, profesando el día 25 de agosto de 1907, a punto de cumplir 17 años, y en la misma ciudad leridana cursó los ciclos de Filosofía y Teología y fue ordenado sacerdote el 11 de julio de 1915. Su hermano menor, Francisco, también ingresó en la Congregación, encontrándose en Chile cuando recibió´ la noticia de la muerte de su hermano.

Los primeros años de ministerio sacerdotal los ejerció en Cataluña; pero habida cuenta de que en el mes de septiembre de 1906, los Misioneros Claretianos habían decidido crear una nueva Provincia que llamaron Bética y que incluiría las zonas de Extremadura, Andalucía y Canarias, el Padre José María, por su condición de canario, fue destinado a ella, incorporándose a las comunidades que por entonces existían en la provincia de Badajoz: primero formó parte del equipo de educadores que formaba a los religiosos en las ciudades de Zafra y Jerez de los Caballeros, para posteriormente trasladarse al pequeño colegio que abría sus puertas en la ciudad de Almendralejo con el fin de atender a los niños de clases sociales menos favorecidas. El padre José María era músico, poeta y, sobre todo, animador de jóvenes; o sea, un alma fina, de nobles impulsos, de sensibilidad exquisita. Poseía, además, un carácter positivo y lleno de precocidades que lo hacía maravillosamente apto para el trato con la juventud; por eso, el colegio era su lugar idóneo y su autentica hoja de servicios como maestro y pedagogo.

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José María Suárez Pérez. / Claret

Residía en Almendralejo cuando las elecciones generales de febrero de 1936 dieron el triunfo al Frente Popular; y al poco, el ambiente de distintas ciudades resultó irrespirable. Durante el mes de mayo, en la vecina Zafra algunos religiosos fueron apaleados y expulsados viéndose obligados a buscar refugio en otros lugares. Igualmente ocurrió con los residentes en Almendralejo, cuya comunidad se vio obligada a refugiarse entre sus hermanos de Don Benito, huyendo así de los peligros que la acechaban. Pero fue en Don Benito donde tuvo lugar la pasión y muerte del Padre José María, juntamente con otros cinco hermanos de comunidad que corrieron la misma suerte.

El día 23 de julio, una comisión del Frente Popular desalojó a los religiosos de su residencia para encerrarlos en la capilla de Nuestra Señora de Guadalupe. El día 30 del mismo mes fueron confinados en al convento de las Carmelitas Descalzas y recluidos en las celdas destinadas para noviciado. Durante su reclusión, las religiosas los atendieron con verdadero cariño maternal, hasta que ellas mismas también fueron expulsadas el 19 de agosto. A partir del día 20 los religiosos fueron incomunicados entre sí y, como relata el historiador P. Rivas, “Expoliados ya de todo lo que no eran ellos, les quedaba sólo sangre en sus venas, empobrecida, torturada, y una vida que había remitido no poco de sí por tan prolijos sufrimientos. En adelante no podrán responder a nuevas demandas sino con eso: con su vida y con su sangre. Es lo que van a dar sin reservas”.

Una partida de milicianos se personó en el convento y procedió a sacar de su encierro a los religiosos para llevarlos al cementerio en una camioneta

Amaneció el 23 de agosto, un día caluroso y ardiente como acostumbra ser el verano de Extremadura. A primera hora de la mañana una partida de milicianos se personó en el convento y procedió a sacar de su encierro a los religiosos para llevarlos al cementerio en una camioneta. Ellos, sabiendo cuál era su destino, comenzaron a rezar el Rosario durante el trayecto. Minutos después de llegar, una descarga de fusilería proveniente de la parte interior del cementerio pudo escucharse claramente por todos los alrededores y no resultó difícil para nadie adivinar lo que había sucedido. Los cuerpos abatidos por las balas quedaron tendidos durante horas entre los cipreses del camposanto, permaneciendo a la vista de todos hasta que fueron inhumados. Ni la soledad del entorno, ni la complicidad del amanecer pudieron ocultar tan horrendo crimen, ni silenciar sus ultimas palabras de amor a Dios y a España y de perdón para sus enemigos, que aquellos mártires nos dejaron como el mejor legado de fortaleza y de fe.

El nombre del Padre José María Suárez Pérez no puede, no debe, ser olvidado jamás por nosotros. Su sangre derramada es también nuestra sangre y su testimonio bien merece nuestro mayor respeto, si es que queremos conservar vivo lo mejor de nuestra identidad como personas y como sociedad.

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