ANÁLISIS

El palacio del obispo, patrimonio de Teror

Un santo, un papa, veinte obispos y tres conventos de monjas han ocupado sus estancias | San Antonio María Claret se alojó en el inmueble en septiembre de 1848

Dibujo en el que se aprecian las dos grandes casonas, antes de su unión, del conjunto del obispado en la villa de Teror.

Dibujo en el que se aprecian las dos grandes casonas, antes de su unión, del conjunto del obispado en la villa de Teror. / LP/DLP

La edificación que el pueblo de Teror hizo en la villa en el XVIII con destino a residencia de descanso del obispado, si no tuvieran el escudo del obispo Delgado y Venegas en el frontis de naciente, más pareciera vivienda de labrador acomodado que palacio clerical. Las dos casas fueron hechas «con sobrantes» de la tercera iglesia del Pino e inauguradas en 1767. Se advierte la mano del arquitecto coronel Rocha como también se ve en otra construcción del mismo año que se ubica entre la plaza y la calle de la Herrería.

Antes, a los obispos que venían por la villa se les buscaba acomodo en casas que lo meritaran, como la de la familia Henríquez que aún existe en la calle Real, pero a partir de entonces tuvieron en Teror su Castelgandolfo como lo describiera un cronista, para descanso en los calores veraniegos y alojamiento en ocasiones de especial relevancia.

En el plano que el maestro de obras apellidado Domínguez elabora en el XIX, aparecen los fallos que ese suelo presentaba bajo los cimientos terorenses. Uno de ellos estaba «entre el Barranquillo llamado de la Higuera que, corría paralelo a la calle Traspalacio»; una gran masa de barro con fuerte inclinación hacia la Fuente Agria, que componía todo el suelo de Teror en su zona central; y que los técnicos que intervinieron en las restauraciones a partir de la década de los sesenta del pasado siglo determinaron como una húmeda base de arcilla de casi 40 metros de profundidad y que tan acertadamente explicó el arquitecto José Miguel Rodríguez el primer día de las Jornadas de Patrimonio celebradas este año en la basílica.

Desde 1767 el palacio del obispo comenzó a tener vida y desde entonces, un santo, un papa, veinte obispos y tres conventos de monjas se sucedieron en su ocupación y en acrecentarle historias.

El Palacio Episcopal en plenas obras de rehabilitación en este 2024. | | LP/DLP

Vista del Palacio Episcopal y la alameda, en obras. / LP/DLP

El santo fue Antonio María Claret, que llegó a la villa dentro de su recorrer misionero el 27 de septiembre de 1848. Se alojó en el palacio y en carta al obispo de Vich escrita en su alojamiento le explicaba cuál era la huella que en su ánimo habían dejado la tierra y las gentes canarias: «voy solo y desamparado, predicando y confesando día y noche, y no obstante, las gentes se han de esperar nueve días con sus noches, antes no les toca su vez; traen de sus casas su zurrón de harina de maíz, que llaman gofio; y así viven y esperan». Beatificado por Pío XI en 1934, en 1950 fue canonizado por Pío XII y un año más tarde proclamado compatrono de la Diócesis de Canarias.

El papa sería Pío XII, el cardenal Eugenio María Giovanni Pacelli que hace noventa años, a la vuelta del Congreso Eucarístico de Buenos Aires, arribó al Puerto de La Luz el 29 de octubre de 1934. Gracias a la intervención de Agustín Graziani -italiano veraneante en la villa mariana y cónsul de su país-, aceptó subir a Teror en visita a la patrona de la diócesis. Llegó, con las calles repletas de terorenses que no paraban de vitorearle; subió al camarín, oró, pasó a disfrutar de un corto descanso en el palacio y partió rápidamente hacia Arucas.

En declaraciones al periódico L’Osservatore Romano, dejó clara la profunda impresión que la visita le había producido: «a los pies de la Virgen del Pino había tenido la suerte de poder palpar el entusiasmo del alma católica española». El 12 de marzo de 1939 el cardenal Eugenio Pacelli era elegido sucesor de su benefactor. Por respeto hacia él eligió su mismo nombre y S. S. Pío XII rigió los destinos de la Iglesia durante 19 convulsos años, cargados de hechos relevantes para la Humanidad. En Teror, dos lápidas, una en el palacio y otra en la fachada de la basílica recuerdan su paso por la villa.

Las monjas que han vivido conventualmente entre las paredes del viejo edificio a lo largo de su historia han sido las cistercienses, las dominicas y las carmelitas.

Visita de Adolfo Suárez, en una imagen captada junto al emblemático edificio. | | LP/DLP

El Palacio Episcopal en plenas obras de rehabilitación en este 2024. / LP/DLP

José Pozuelo tomó posesión del obispado en junio de 1879 y el 8 de septiembre escribía su primera Carta Pastoral comenzando una estrecha relación con Teror y la advocación del Pino que no hizo más que aumentar con los años. El obispo decidió rápidamente enmendar en lo posible a la comunidad cisterciense exclaustrada de Vegueta en 1868 y buscó un emplazamiento para ella. El 22 de noviembre de 1880 llegó a Teror desde Tenerife la comunidad embrionaria de la nueva sede del Císter, que en espera de edificio se ubicó en el Palacio Episcopal. Las obras duraron seis años y el 11 de noviembre de 1888, el obispo bendecía el nuevo templo.

El día 12 de junio de 1895, el Padre Cueto fundaba la Congregación de las Dominicas Misioneras de la Sagrada Familia. A la primera casa de la calle Remedios, siguió a fines de siglo e inicios del XX el deseo de ubicarse en Teror. Y así llegaron al refugio de su Palacio Episcopal, donde vivieron hasta su traslado a la antigua edificación del barranco conocida como la Casa Huerta, desde donde el 10 de octubre de 1925 se abrió el gran sueño del convento de Scala Coeli, lugar en el que la mano sensible de Laureano de Armas y Gourié hizo hablar a la piedra «el lenguaje del silencio y la oración».

Y por fin, hace poco más de medio siglo, las Carmelitas llegaron a Gran Canaria y fueron instaladas hasta que decidieran ubicación, en el ya medio arruinado palacio por decisión del obispo Infantes Florido. Llegaron en septiembre de 1970 «a fundar una nueva casa en un lugar aún no determinado de nuestra isla», y un mes más tarde ya celebraban entre las paredes del terorense palacio, el día grande de Santa Teresa. Dos años más tarde se trasladaban a Telde.

También en el palacio terorense, el obispo Marquina firmaría la fundación de las Adoratrices en la diócesis, instaladas a partir de 1915 en su primer emplazamiento de la calle de Dolores de la Rocha.

Del cardenal Francisco Javier Delgado y Venegas, que marchó a Sigüenza cuando el palacio tenía un año a José Antonio Infantes Florido, que llegó cuando la edificación cumplía los doscientos, veinte obispos lo tuvieron como lugar de solaz, aunque no todos hicieran el mismo uso. Después de 1950, Pildain no lo volvió a ocupar, e Infantes sólo llegó a visitarlo el 21 de octubre de 1967 y poco más, pese a que se habían realizado para él obras como la actualización de la capilla según las normas del Vaticano II y un mural con su escudo episcopal realizado por el sacerdote Juan Nuez.

El palacio del obispo,  patrimonio de Teror

Visita de Adolfo Suárez, en una imagen captada junto al emblemático edificio. / LP/DLP

Pero repito que no todos tuvieron ni el mismo afecto ni el mismo desapego hacia el palacio. Manuel Verdugo lo frecuentaba bastante, pasaba en él sus vacaciones y durante la peste de 1811 allí se trasladó protegiéndose del contagio. José María Urquinaoa -que da nombre en la actualidad a la antigua calle Traspalacio-, también gustaba pasar el estío. Desde el palacio dirigió su campaña de apoyo a Pío IX y en Teror escribió en 1869 la Carta Pastoral informando de su marcha a Roma para asistir al Concilio Vaticano I. Joaquín Lluch sería quien ordenara unir las dos casas separadas que configuraban el palacio con la portada que hoy centra su fachada hacia la alameda.

En un rendimiento declaraba en 1868 que «los gastos del Palacio de Teror, junto con los de las obras de la fuente pública del paseo de la alameda de dicha villa, que costeó S. E. I. ascendían a más de 25.000 reales de vellón»; el Padre Cueto trajo a las Dominicas y también pasó largas temporadas; Ángel Marquina fue de los obispos de los que más unidos han estado a Teror y su casa.

Desde ella comenzó una singular relación que culminó con su propuesta del Pino como Patrona y dos años más tarde, con la declaración del Santuario del Pino como Basílica Menor. Serrat y Sucarrat pasaba todos los fines de semana y en 1936 firmaría en esta residencia su último documento como obispo. Tomó posesión de la diócesis de Segorbe en 1936 y murió un mes más tarde en los iniciales avatares de la guerra civil.

Pildain, al contrario que sus antecesores, pasaba aquí los inviernos; al decir de algunos para recordar los tiempos de su país vasco natal. En el palacio estaba cuando en octubre de 1950 visitó la isla el general Franco y desde aquí, donde estaba residiendo por enfermedad, dirigió todo lo que sucedió en torno a la misma. Desde ese año, el palacio no volvió a ser ocupado como residencia episcopal y el vetusto inmueble inició su imparable proceso hacia la decadencia y el total abandono final.

En 1962, técnicos del Ministerio de la Vivienda regido entonces por José María Martínez Sánchez-Arjona dada la ruina de la basílica y la necesidad de actuar en la misma, realizó una serie de croquis, fotografías e investigaciones en el templo y alrededores, que marcarían las labores en ese entorno durante las dos siguientes décadas.

Las grietas produjeron la alarma entre el vecindario y el clero también aparecieron en el palacio y otras edificaciones. Una de las actuaciones que se barajaron fue el derribo de templo y palacio para realizar un gigantesco complejo formado por una nueva basílica, una abadía y un renovado palacio; proyecto que el arquitecto José Miguel Rodríguez calificó de «una verdadera aberración, con una descomunal basílica-santuario, precedida de una gran plaza-atrio, digna eso sí, de las más fervientes y multitudinarias peregrinaciones marianas de la época. Hecho que habría supuesto el derribo y modificación de todo el espacio urbano que hoy ocupa la actual basílica, la plaza-alameda Pio XII y parte del Palacio Episcopal».

Pese a ello, se continuó con el este proyecto guardado en espera de mejores tiempos, y en 1968 comenzaron las obras en la basílica que continuaron en 1970 en la reconstrucción de la trasera. Terminadas éstas, las miradas se fijaron en el antiguo caserón.

Pero en 1973 falleció Monseñor Socorro y todo se precipitó. El malestar social originado por la urgente actuación sobre la imagen, su restauración, la polémica pastoral del 8 de septiembre de 1974, la manifestación popular y, sobre todo, el robo de las joyas en 1975 hicieron que el obispado iniciara la cesión del edificio para su futuro uso social, aunque sin dejar clara la forma, por lo que nunca se pudo dejar claro si aquello era gratuito o con alquiler por 99 años.

El alcalde de entonces Antonio Peña mantuvo siempre que el inmueble se le cedió al pueblo de Teror por cien años y un simbólico alquiler tal como establecía el derecho canónico. Su acompañante en la reunión, Tono Peña -funcionario municipal-, tuvo el honor de pagar por varias décadas con un puñado de monedas que entregó al obispo Infantes durante esa conversación mantenida en 1976. El obispo solicitó que se le consultara el proyecto que el arquitecto Pons Sorolla traería en noviembre de aquel año; y puso una sola condición: que jamás en el ámbito social y cultural que se creara se realizaran actos contra la moral y el dogma católicos.

El jardín y la huerta con la charca en el centro para el riego con agua de la fuente de Santa María, el ancho portalón, la cochera don carro y bestias se guarecían, los poyos, capilla, el antiguo comedor de mesa de tea y taburetes canarios, el fogón y la panadería, el locero con bandejas, escudillas y bernegal, el dormitorio de Claret; todo dejó paso a las instalaciones que se convertirían en Casa de la Cultura y la casa que al naciente que se reservaría para el obispo.

Tras ello, el ayuntamiento inició los pasos administrativos para su reparación y en 1976 acordaba por unanimidad «solicitar al Excmo. Sr. Obispo de la Diócesis para que ceda el uso y disfrute a título gratuito del ala norte del Palacio Residencial Episcopal de Teror». Tras conversaciones, acuerdos y condiciones, el 5 de agosto de 1977 el obispado hizo entrega al alcalde Peña Rivero de las llaves del inmueble para que las obras pudieran tener comienzo.

Un informe técnico realizado en 1978 detallaba que las paredes y muros delanteros habían sido dejados solamente con las piedras, arrebatándoseles la capa de cemento, cal y pinturas amarilla y azul de que estuvieron cubiertas durante años. Algunos muros situados en el interior y la gruesa pared trasera se demolieron para ensanchar la calle. Asimismo, se retiraron todas las cubiertas, conservándose intactas casi todas las tejas para colocarlas de nuevo y resaltar el tipismo de la casona.

Las obras duraron casi cuatro años y se unieron a la nefasta restauración de la alameda, que perdió quiosco, arbolado y pavimento; sustituido este último por burdas losas de cemento y los plátanos del Líbano por palmeras.

En 1979 se declaraba conjunto histórico-artístico el casco de Teror, delimitando la zona a proteger en la que lógicamente se incluía el amplio espacio del palacio

A partir de 1982 se inició su uso como Casa de la Cultura y poco después como sede temporal del centro de mayores; cuyo uso compartido redundó a la vez que en un mejor cuidado de las instalaciones en frecuentes contratiempos ocasionados por la necesidad de compaginar las actividades. Esta situación se mantuvo casi tres años hasta que el 23 de agosto de 1986 las Fiestas del Pino de aquel año se iniciaron con dos actos singulares: la exposición de pinturas de la artista terorense Pino Falcón y por la inauguración del Hogar de la Tercera Edad Pío XII así llamado por su primera ubicación junto a La Alameda del mismo nombre.

Durante las siguientes décadas, fue sede de exposiciones, torneos de ajedrez, actuaciones musicales, eventos protocolarios hasta la primera biblioteca o la primera radio municipal; no pudo haber mejor sede que sus instalaciones.

Pero el 4 de noviembre de 2005, transcurridos treinta años, la Diócesis solicitaba al ayuntamiento la devolución o desalojo y la puesta a disposición del obispado del ala norte. Ante el silencio por parte del gobierno municipal se presentó un contencioso para que se señalara una fecha en la que el consistorio devolviera parte del edificio solicitado.

Dos años más tarde, el Tribunal Superior de Justicia de Canarias obligaba al ayuntamiento devolver el inmueble. La Sala consideraba que la labor de mediación que ejerció la administración municipal para conseguir la financiación para su rehabilitación estaba más que contraprestada, porque la cesión fue considerada gratuita ya que los gastos de las reformas corrieron a cargo del Estado y no del ayuntamiento. Se daba un plazo de diez años para buscar una nueva ubicación a las actividades que allí se celebraban, que el ayuntamiento apuró al máximo.

El 5 de febrero de 2016 se procedía a la devolución. Isabel Guerra, alcaldesa por entonces, declaraba la gran pérdida que suponía para el municipio no contar con este espacio cultura y confiaba en que se pudiera llegar a un acuerdo para volver hacer uso del edificio. Hipólito Cabrera como Vicario General transmitía que tratarían de restaurar el edificio y principalmente el tejado para uso de la parroquia de Teror que estaba falta de espacios para su actividad.

Después de los ocho años transcurridos y con permanentes acuerdos para usos concretos como el de colegio electoral o actividades de las Fiestas del Pino; el Cabildo de Gran Canaria continuando con la intervención iniciada en la basílica, vidrieras, órgano... ha aportado la subvención necesaria para poder poner operativo nuevamente el edificio; obra que se ha iniciado en la cubierta, tanto con el tejado como con las maderas interiores.

El Palacio Episcopal de Teror, emplazamiento con más 250 años de historia, tradición y cultura vuelve a encaminarse nuevamente con ello hacia la plena y brillante cotidianeidad que lo caracterizó durante mucho tiempo para orgullo de los hombres y mujeres de la villa mariana.

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