Me gusta llorar en el mar, porque es el único sitio donde mis lágrimas me parecen más pequeñas, leí recientemente en algún libro. Desconocía por entonces que las aguavivas llevan diferentes nombres. Además del habitual, medusas, son igualmente llamadas aguamalas, malaguas, aguacuajada. Finalmente también, lágrimas de mar, ay.

No sé si esta última nominación se debe a que su organismo está constituido casi solo de agua o a otro motivo. Lo que parece claro es que estas lágrimas de mar desmienten las palabras de la frase que abre esta columna, tan oportunas en la actual situación para consolar a cualquiera que quisiera apartarse por un momento de la realidad, sumergiéndose en el mar.

Porque hace calor y luce un sol radiante, deseas darte un chapuzón en el agua o, en el mejor de los casos, emprender una buena nadada. Pero no hay modo. Ya la arena junto a la orilla te anuncia la invasión de estos organismos marinos capaces, incluso muertos, de pincharte en las plantas de los pies descalzos. Cabe, no obstante, la posibilidad de pasar por alto su allanamiento de la playa y adentrarse uno con valentía en el mar. Por qué tendría que ser precisamente yo presa de sus tentáculos, se piensa, teniendo en cuenta la amplitud del océano. En vano. En la orilla das la espalda al mundo de lo real y al poco de avanzar mar adentro recibes el terrible latigazo. En un santiamén una sola aguaviva te quema en varias zonas corporales y giras sobre tus talones hacia afuera para salir del agua. Con enfado, pero también con resignación.

Una vez que te ha pinchado, te acomete un sentido de traición indecible, como cuando un niño se duele desconcertado por recibir de repente y sin motivo alguno una bofetada de un adulto. A mí, que no he hecho nada, sigues maldiciendo contra las aguavivas, sin plantearte la razón por la que kilos de sus cadáveres yacen en su inocencia sobre la arena. Ellas, pobrecitas, que llevan más de quinientos millones de años existiendo en el planeta tierra.