La Provincia - Diario de Las Palmas

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El cuaderno infinito del viaje canario

Para escribir Cuaderno de godo, el libro en el que se empeñó para conocer cada una de las islas, Ignacio Aldecoa partió de La Graciosa, que entonces era un desierto con cementerio, y llegó hasta El Hierro, adonde no pudo entrar porque el barco no se atrevió en el atraque. Fue a La Gomera, que estaba inexplorada también para el turismo mundial, estuvo en La Palma, que era un ramo de verde en torno a La Caldera, y que aún no había sido declarada destino turístico mundial. Y sucesivamente desembarcó en Gran Canaria y su Puerto de la Luz ya cosmopolita, en la impresionante Tenerife del Teide, y, cómo no, le hizo la poesía correspondiente a la Fuerteventura que acogió a Unamuno y fue tierra de destierro y de secano y se entregó, como haría César Manrique, a Lanzarote, la que un día sería joya de la corona del turismo que sintió Canarias como un imán.

Aldecoa hizo ese viaje en 1959 y después volvió a refugiarse en La Graciosa. Murió en 1969, antes de que el boom turístico explotara por todo el mundo y casi todos, acaso él mismo, se olvidaran de aquel poema en prosa que fue el mejor homenaje en español a las siete (¡ocho!) islas Canarias. Él fue el arquetipo del turista ilustrado, el que subía veredas y hollaba playas, y rebuscaba el alma insular lo que con otras palabras pretendió con éxito adivinar el mejor analista espiritual del Archipiélago, Domingo Pérez Minik, el autor de La condición humana del insular.

Ahora que se produce esta noticia mayor de nuestra historia, la interrupción por meses del viaje a las islas Canarias ( Viaje a las islas Canarias es el más célebre de los escritos insulares de Humboldt, ilustre visitante), esas raíces que hunden nuestro carácter en la entrada y salida de viajeros (este es otro título de Pérez Minik, por cierto), conviene sentarse un rato a repasar lo que le debemos a este impresionante intercambio.

En primer lugar, éramos tan pobres que no sabíamos distinguir los idiomas en que nos venían los visitantes; tampoco sabíamos de cierto si eran turistas o curiosos, pues al principio venían con cuadernos, como si vinieran a examinarnos. Muchos, como Bertrand Russell, Julio Verne, Agatha Christie o el padre de Oscar Wilde dejaron luego escritos sus folios asombrados ante la belleza feraz del Archipiélago. Un británico avispado, amigo del Sitio Litre y del señor Little que se afincó en el Puerto de la Cruz, tuvo la generosa ocurrencia de enviar a las Islas plátanos de Vietnam porque pensó que entre nosotros se darían bien. Y acertó de pleno, hasta tal punto que un día no lejano la combinación de extranjero y fruta nos salvaron de la ruina a la que nos sometieron la falta de industria y la lejanía.

El turismo no fue una ocurrencia, tampoco una ocurrencia industrial, sino la consecuencia de una geografía de asombro que antes que nosotros descubrieron precisamente los anglosajones, que hallaron en las islas grandes y en las islas chicas continentes extraños, en los que, en escasos kilómetros redondos o picudos, se daba tanto como en países enteros, grandes, inabarcables.

Respondieron esos turistas con educación y generosidad a los brazos abiertos, e hicieron del turismo un beneficio común. Yo estaba en mi pueblo, el Puerto de la Cruz, cuando las autoridades entonces tan entorchadas inauguraron la avenida que consagraba una playa antes salvaje, Martiánez, a un futuro que parecía solo de luces industriales.

Fue incapaz aquella grandeza sofisticada de quitarle a mi pueblo su naturaleza de pueblo, y aunque se hicieron hoteles y autopistas (para horror de César, benefactor máximo de Lanzarote y del resto), Canarias mantuvo en pie su naturaleza, combinándola sin sometimiento a una nueva esencia de la que ahora ya no se podrá despojar nunca. Porque es de los que somos de aquí y también de los que vienen. Los turistas forman parte de nuestro ser; esta interrupción no es el final de un abrazo, sino una manera de arreglar la casa para cuando vuelvan. Hasta ahora mismo, pues, por mar o por aire, o andando quien se atreva a caminar por las aguas, como en las leyendas. Aldecoa no fue capaz de entrar en El Hierro, pero eran otros tiempos y el mar era tan bravo?

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