La Provincia - Diario de Las Palmas

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Voy a ir todos los días de la semana que viene al cementerio a acordarme de la familia de los políticos”. Quien así habla es Paco, sin más, puesto que todos le conocen fuera y dentro del establecimiento.

Desde 1961, está abierta la “konditori” de la calle Tomás Miller en la capital grancanaria según reza la placa conmemorativa. Situada en una esquina emblemática, en la encrucijada de Luis Morote y apenas a un par de minutos de la Playa de Las Canteras en línea recta. Ha sido, y por ahora es, un lugar de encuentro, de plena satisfacción gastronómica y que, con el paso del tiempo, se ha granjeado el respeto de cuantos han pisado el local. Con la dichosa epidemia, estuvo cerrada al público en los meses del duro confinamiento, pero logró salir a flote, además perfectamente remozada en su decoración y con un aire que recordaba al original, en cierta manera naif, que era el que buscaban los antiguos propietarios, una pareja de extranjeros que deseaba ofertar una experiencia culinaria próxima al país de donde venían.

Hoy es el ejemplo de la cordialidad, la atención esmerada y, cómo no, de la variada carta de platos con los que afrontar la comida más importante de la jornada. Es celebrado su lineal de repostería, hasta incluso por los nórdicos que solían desplazarse a la Isla por estas fechas. Desgraciadamente, la declaración de la alerta sanitaria y, en concreto, la subida del nivel de restricciones sociales aboca a un nuevo cierre de la Casa Suecia, nombre por el que es internacionalmente conocida. Los esfuerzos de la familia, ya que los hijos de Paco parece que han tomado las riendas de la cafetería, no sé si llegarán a buen puerto. Es muy duro lo que se está viviendo en la hostelería en España, aunque lo cierto es que, en Canarias, región turística por excelencia, el daño puede ser aún mayor. En mi caso, y me consta que en el de muchos, sería un mazazo sentimental. No hace tanto tiempo, en vida de mi madre, la visita semanal a la instalación era un momento esperado por todos, pero especialmente por ella. Paco la recibía con una sonrisa en la boca y cuando no acudíamos, o ella no nos acompañaba por la razón que fuese, él tenía la oportuna palabra en su recuerdo. Al faltar, y como se acostumbra en los sitios nobles, nos emocionaba al dejar libre el hueco que ella ocupaba, justo a la entrada, donde podía caber sin problema una silla de ruedas.

No sólo era él, sino el resto de la clientela. Por eso, la familia de Paco es una gran familia, la de sangre y la de los sentimientos compartidos. Y él lo sabe y de ahí que le duela en lo más profundo no poder dar ese doble servicio a los que ya somos habituales. Es una pena que los establecimientos históricos, y éste lo es sin duda, corran la peor suerte en unos momentos en los que tanto se añora el contacto entre las personas. Quizás sea una metáfora de los tiempos que vivimos, donde ni siquiera hay resquicio para degustar los placeres de una conversación serena o simplemente sentarse a disfrutar de la cocina y la lectura. El hombre anda cabizbajo, fastidiado por unas cuentas que no le salen, pero, si le sirve de algo, ninguno de los que hemos traspasado el umbral del local olvidaremos jamás la calidad humana que atesora. A él, como a mí, nos suelen confundir con escandinavos, y la verdad sea dicha, yo lo aparento en el físico, pero, su presencia y su proverbial dominio de las lenguas de diferentes países, hace que me sienta como si realmente fuera un guiri recién llegado a Las Palmas que, al fin, encuentra una casa donde cobijarse y recibir el calor de los suyos. Por la memoria de mi señora madre, a la que también asociaban con los pueblos del Norte, dada la blancura de su piel y el verde de sus ojos, que nadie me ha hecho sentir así. Ya sólo por eso me es grato pasar las mañanas con Paco y formar parte de esa otra gran familia de acogida.

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